28 de julio de 2006

Papeles viejos

La abstinencia a la computadora puede ser tan dura como la abstinencia al chocolate. Desde hace una semana que la máquina se niega a encenderse. Hoy vino un técnico nuevo; enseguida me in­formó que no le había entrado ningún virus y, en algún momento de las dos horas posteriores, al leer mi nombre en la tapa de un libro me preguntó si yo me dedi­caba a eso.

Ante mi respuesta se mostró curioso y entusiasmado: por qué y dónde es­cribía, a qué hora del día, cómo me surgía la inspiración. Antes me había contado que vive en Tapiales ("viene a ser provincia, a ocho cuadras de la General Paz a la altura de Mataderos"), me había ha­blado mal de sus vecinos que tienen hijos sin saber cómo criarlos, y me había preguntado si mi nombre de pila se escribía con hache.

–No te espantes eh. Lo que pasa que, con esto de la tecno­logía y los mensajes de texto, ya ni me acuerdo cómo se ponen las palabras.

–Además, por ahí te confundiste con Horacio, que sí se escribe con hache –intenté una segunda justificación.

Cuando estaba a punto de ser formateada la máquina se apagó por completo, como si alguien la hubiera desenchufado. El me dijo que no era nada grave pero que necesitaría más tiempo; tendría que llevársela a su casa para encontrar la falla y hacerle un parche. Me cobró veinte pesos a cuenta del arreglo final y quiso saber para cuándo la necesitaba. Mientras bajábamos en el as­censor volvió a hacerme preguntas sobre a la escritura, y llegó a la conclusión de que para mí no se trataba de una cuestión moneta­ria.

25 de julio de 2006

"El sentido de los espacios vacíos"

Por Violeta Gorodischer

Los estantes vacíos es un continuo de discontinuos: momentos, fragmentos, fotografías que, como la ilustración de portada, no parecen sino instantes robados de una vida. Hay un lenguaje acertado y concreto en boca de un narrador humilde que logra un registro mimético de lo cotidiano. Así, con pasos lentos pero seguros, el libro va dibujando la geografía de una ciudad dormida. Los barrios y suburbios de Buenos Aires se vuelven de pronto escenario de los personajes, simpáticos flanêurs del subdesarrollo: calles, colectivos y grafittis son el fondo de diversas pinceladas que luego, en el conjunto, permiten (re)construir una historia. Como alguna vez hiciera Saer en sus Cicatrices, los personajes de Molina cruzan sus vidas acaso sin saberlo, o sí, cómo estar seguros . . .

(La reseña completa en Hojas de Tamarisco)

24 de julio de 2006

Día de campo

Al costado de la ruta que lleva a Cañuelas hay una construcción con forma de Castillo que tiene pintada en una de sus fachadas el aviso de un Tenedor Libre. Supongo que ese restaurante no existe más y calculo que el precio del menú (3 $) data de, por lo menos, la época en que un peso era lo mismo que un dólar. Muchas veces, viniendo en auto desde Bahía Blanca, esa pintada azul me anunció que ya estábamos cerca.

*

Como único hombre del auto bajo a abrir la tranquera, y, cuando quiero cerrarla, tengo algunos problemas: me cuesta atraer hacia mí las dos puertas al mismo tiempo, y temo hacer el ridículo antes quienes me miran desde la casa. Cuando al fin cruzo la cadena y pongo el candado me doy cuenta que quedé del lado de afuera, y al saltar el alambrado estoy a punto de pisar una montaña de bosta.

*

En el horizonte no se ve a nadie: sólo campo fértil, hectáreas pobladas de vacas y de ovejas. Mientras hago jueguito con una pelota el cielo cambia de color y el viento empieza a refrescar. Tardo en ponerme el pulóver porque es el único abrigo que traje. Los nenes se hamacan, corren a un corderito, juegan con su papá, le piden cosas, duermen en sillones. Alguien dice que eso es lo que me espera. La pileta está vacía; la imagino llena de gente en verano y cubierta de hojas secas en otoño.

*

En el viaje de ida nuestro auto recibió un mensaje de texto avisando que en la Ñ había salido una reseña de mi libro. Cuando compré ese suplemento y me di cuenta de que sólo había salido una pastillita de cinco líneas, hice lo posible por no deprimirme. Alguien comenta eso mientras comemos las achuras, y pone en mi boca palabras que yo nunca dije.
–Y a partir de ahí no habló más –imagina otro, que hace lo posible por no deprimirse cuando nos enteramos de que el perro se comió las tiras que se asaban sobre la parrilla.

*

-¿Un presidente de origen vasco?
-Aramburu.
-Pero ese no fue un presidente.
-¿Ah, no? ¿Y qué fue? -Un golpista. O el título de un libro.


Mi equipo pierde por escándalo al Trivial. Le echo la culpa a mi escaso background teórico. No me perdono no recordar que Estudiantes de La Plata ganó la Intercontinental antes del 85 y que River después. Igual nos reímos. Llamativamente no hablamos de literatura ni de blogs en toda la tarde. Sólo un comentario aislado, cuando ya empieza a anochecer, mientras hablamos de tragedias:
–Habría que dejar constancia de las claves ante escribano público. Sería muy feo que te murieras y tu blog quedara flotando así para siempre, encabezado por un post medio boludo.

19 de julio de 2006

Imaginé una ciudad

Imaginé una ciudad gigante,

una provincia sin campos.

Edificios grises y patios,

de Junín a Patagones,

de Bragado a Capital.

Una ciudad gigante y oscura

colectivos sesenta de larga distancia,

la costa del mar repleta de fábricas

y el límite oeste cubierto de flores.

Avenidas interminables sin nombres

esquinas desiertas y hundidas.

Una ciudad gigante y luminosa

colmada de amigos y ex novias,

una ciudad sin teléfonos celulares

un mundo nuevo sin colers ai dís.

17 de julio de 2006

"La cohesión de la apatía"

(publicado en el suplemento Cultura del diario Perfil el 9 de julio de 2006)

Los estantes vacíos

Autor: Ignacio Molina
Género: cuento
Editorial: Entropía. $21


Por Nicolás Mavrakis


En su primer libro
de cuentos, Ignacio Molina se propone abor­dar el género desde un particular manejo del lenguaje, el estilo y la forma; particularidad que fija su alejamiento de una tradición argentina de narradores tan consagrados como canonizados de cuya órbita, a tantos cuentistas de su misma generación, suele resultarles tan difícil escapar, innovación mediante.

Gracias al uso ininterrumpido de una escritura cuidadosamente despojada de todo ornamento y de toda pompa; una escritura que, a razón de su elaborada depuración del lenguaje entraña su aire inusual, Molina sitúa al lector ante un "estilo apático" que exige una atención distinta. Este estilo, que se impone como rasgo de una cohesión general –lo que distingue a una serie dis­persa de cuentos agrupados en un mismo libro de una unidad significativa, es decir, de un libro de cuentos propiamente dicho–, surte, además, el efecto de dar vida instantánea a personajes a su vez decididamente "apáticos" (es evidente que Carver y Cheever figuran entre las lecturas predilectas del autor). Irreso­lución de ánimos que se traslada, también, a la forma misma de cuentos que, a veces interconectados como nouvelles, repiten per­sonajes y alteran perspectivas en torno a una misma situación, como montajes cinematográficos en el que se brindaran planos generales y zooms.

Tramas incompletas que evaden lo tradicional; personajes que, si bien forman circuitos de relaciones privadas y espacios propios, escapan o se ven imposibilitados de toda relación -incluso amo­rosa y aún cívica- en una Buenos Aires construida como espacio de innumerables desplazamientos (abundan caminatas, trenes y colectivos) que tematizan cuestiones referidas al encierro y a la regresión; todo esto termina elaborando una opera prima con innegable personalidad propia.

12 de julio de 2006

Recursos Humanos

Despliego la cuenta del teléfono frente a la ventanilla del Pago Fácil, pero el policía que está parado en la puerta del kiosco me frena con señas.
–Tenés un retraso de diez o quince minutos –me dice.
“No, de ocho o nueve años”, estoy a punto de responderle, pero enseguida me doy cuenta de lo que habla: en segunda fila estacionó un camión de caudales, y los empleados de la empresa se disponen a llevarse la recaudación del negocio.

Una vez, hace siete u ocho años, yo trabajé en esa empresa. Las oficinas centrales, por llamarlas de alguna manera, quedaban en una zona oscura y elevada de La Boca, a pocas cuadras del Riachuelo. Mi tarea consistía en contar el dinero que los camiones traían de los comercios y de los Bancos. Encerrados en cabinas individuales de dos por dos y paredes transparentes, los empleados recibían los fajos de billetes y las monedas en grandes sacos y consignaban las cifras que arrojaban las cuentas en una computadora. No podían hablar entre ellos, y, para alejar las manos de la mesa de trabajo, debían mirar a la cámara que colgaba del techo de la cabina y avisar en voz alta, por ejemplo, “voy a toser” o “me voy a rascar un tobillo”. Las seis jornadas semanales eran de nueve horas diarias, de diez de la noche a seis de la manaña, y el sueldo era de 450 pesos.

-Claro que con el presentismo aumenta a 475 –nos había dicho sonriendo la encargada de Recursos Humanos, una rubia de unos veinticinco años, a los empleados que empezaban a trabajar la misma noche que yo, una mujer mayor de cuarenta y un hombre de alrededor de cincuenta.

Cuando escribo que una vez trabajé en ese lugar, es literal: esa primera madrugada, mientras empezaba a dolerme la cabeza y desde el 64 que me devolvería a Belgrano miraba los fondos de la Casa Rosada, pensé que ese trabajo no era para mí. O, mejor dicho, que ese trabajo no era para nadie pero que yo podía darme el lujo de renunciar. Al llegar a mi casa, y aunque no tenía hambre, rompí el ayuno y diluí tres aspirinas en un café con leche. Después vomité, bajé las persianas y esperé a que se hicieran las diez para llamar a la encargada de Recursos Humanos.

–A ese centro clandestino de trabajo no voy más –le informé intentando sonreír, y ella me dijo que esa misma tarde podría pasar a buscar la plata que me correspondía por las nueve horas de servicios prestados. Yo le agradecí por todo, y me quedé a oscuras, en la cama, hasta el anochecer. Creo que ese día empezaron mis migrañas.


(también en El Remisero Absoluto)

11 de julio de 2006

"¿Por qué, Molina, por qué?"

El Gordo Gostanián me entrevistó en La Biela y, como parte de un intercambio blogkultural, publicó el producto de ese encuentro en Playmobil Hipotético.

Facundo GV, por su parte, leyó Los estantes vacíos y subió a Mavrakis y Valdés sus impresiones y su propia respuesta a la pregunta que da título a este post.

Acá la entrevista.

Y acá la reseña.

10 de julio de 2006

Mesa

5 de julio de 2006

Comunicado de los trabajadores de Perfil

PERIODISMO PURO SIN FIRMAS

Los trabajadores de prensa del diario y editorial Perfil, tras un mes de asambleas, decidieron dejar de firmar sus notas a partir del día 5 de julio de 2006, como protesta frente a la falta de respuestas al reclamo que vienen llevando adelante.

Más información en envolviendo huevos.

Por favor, si es posible, linkiá este post en tu blog.

Cuentos grossos

Qué habré dicho en la entrevista para que, ya abajo del escenario, alguien me dijera: “Molina, sos igual a tus personajes”.

–Sos el escritor con menos narcisismo del mundo –me dijo después un amigo. Y eso que yo, minutos antes, había clausurado la última respuesta con algo más o menos así:

“No, yo no planeo la trama de mis relatos. Yo sólo imagino a los personajes, y son ellos los que van armando la historia a medida que va siendo escrita. Claro que a veces los personajes no tienen nada que hacer ni que decir y entonces esos textos terminan en nada . . . y otras veces terminan en cuentos tan grossos como los de Los estantes vacíos.”

4 de julio de 2006

Hoy leo - (gacetilla)

El grupo literario Alejandría, en su segundo año de actividades, presenta el martes 4 de julio otra Noche de Cuentos. Como siempre, habrá cuatro escritores invitados a leer sus cuentos, este martes son: Ignacio Molina, Sonia Budassi y Félix Bruzzone, más el invitado especial, en esta ocasión, Martín Kohan. Al finalizar el encuentro, se sortearán libros y revistas.

La cita es a las 20:30 horas en Bartolomeo (Bartolomé Mitre 1525, Capital Federal). La entrada es libre y gratuita.

http://grupoalejandria.com.ar

Grupo Alejandría

3 de julio de 2006

Harvey Pekar

Harvey Pekar podría haber sido –como dicen en los doblajes de ciertas películas– un "don nadie": sólo un oscuro empleado del archivo de un hospital público de la ciudad de Cleveland, Ohio, lugar en el que prestó sus servicios durante casi cuarenta años. Lo que, muy a pesar suyo, lo convirtió en una personaje de culto y de cierto renombre popular fue el hecho de haber sido guionista de American Splendor, una historieta autobiográfica donde dio cuenta, en tono de comedia, de la otra cara del “sueño americano”, de la vida cotidiana de un hombre común de la clase trabajadora estadounidense durante los años setenta y gran parte de los ochenta.

Ayer vimos “Esplendor Americano”, la película estrenada en 2003 que en forma mixta (ficción y documental) narra la historia de Pekar. En una de sus primeras escenas, el futuro autor tiene diez años y, junto con otros nenes del barrio –en lo que se supone una celebración tradicional yankee–, toca la puerta de una casa para recibir golosinas. La señora que abre los ve alineados en la entrada: todos están disfrazados de superhéroes, menos Pekar, el último de la fila, que por estar vestido como un nene común vuelve a la calle con las manos vacíos. La escena transcurre en 1950, y es una metáfora de lo que sería la vida de Harvey Pekar: un hombre tan común como talentoso que, por no disfrazarse de superhéroe a la hora de escribir sus historias, debió trabajar como empleado municipal hasta el día de su jubilación.

(Clickeando acá, una nota del escritor y cinéfilo Leo Oyola sobre la película)

1 de julio de 2006

Condiciones

Anoche me desperté a las cuatro y media y me costó volver a dormir. Dando vueltas entre las sábanas, y con la nuca húmeda como si fuese verano, pensé en las pocas semanas que faltan para el nacimiento de mi hijo. Traté de imaginar ese día (las primeras contracciones, la rotura de bolsa, el remís hasta la clínica, los nervios y el clima en la sala de parto), y recordé la experiencia que me había contado, el martes a la noche, un autor de novelas policiales.

Después, y cuando ya estaba amaneciendo, rapasé parte de lo que vendría más tarde (la nueva rutina, las responsabilidades, los pañales, los llantos de madrugada, el planteo existencial), y, antes de volver a pensar en el partido, me repetí una frase que alguna vez me dijo el autor de El Caníbal:

–Vos no te preocupes: si podés parar un taxi con onda, ya estás en condiciones de ser padre.