La noche en que cumplía cincuenta y dos años,
mientras soplaba una velita clavada en una porción de torta de manzana en una
parrilla de Pinamar, Alberto sintió, de una manera brutal, que ya no quería
seguir compartiendo su vida con Norma. Antes, a ciegas, había pedido los tres
deseos (que Huracán no se vaya a la B, que Ramiro sea feliz, volver a jugar a
la pelota), y cuando abrió los ojos y vio la cara de su esposa volvió a
cerrarlos para agregar un cuarto deseo: que Norma se muera.
Esas cuatro palabras
que atravesaron su cabeza como un rayo impulsado por una fuerza involuntaria y
se clavaron en su pecho con la potencia de una trompada lo dejaron paralizado.
La inercia hizo que apagara el fuego de un soplido, que sonriera ante los cantitos
de las mesas vecinas y que agradeciera los aplausos de su mujer y de Josefina y
Daniel, la pareja amiga que había venido especialmente desde su veraneo en Mar
del Plata a pasar el fin de semana, pero por dentro estaba congelado. ¿Cómo
había llegado a pensar eso? Si él no era un violento ni un asesino ni odiaba a
su esposa, ¿por qué había pedido un deseo tan terrible? Mientras tomaba el café
y forzaba risas ante los chistes de su amigo, trató de convencerse, sin éxito,
de que la muerte de Norma podría ser el mal menor en este caso, de que mucho
peor para ella sería seguir viva y sufrir por el abandono y el hecho de
quedarse sola a su edad.
Al salir de la
parrilla Alberto se alegró de que Daniel y Josefina hubieran aceptado su
invitación de pasar la noche en el departamento en vez de en un hotel. Si bien
hacía más de una semana que estaba a solas con Norma en Pinamar, ahora, después
de la irrupción de ese cuarto deseo en su cabeza, no se imaginaba actuando de
la misma manera. Ya ni siquiera podía mirarla a los ojos.
Cuando llegaron al
auto de su amigo, Alberto se apuró a ubicarse junto a la ventanilla del
acompañante y les abrió la puerta a las mujeres para que subieran atrás. En el
corto viaje hasta el edificio, un poco mareado por el vino de la cena y el
champagne del brindis, y haciendo esfuerzos para respirar por la nariz el aire
de la noche, abrió la boca sólo para indicarle a Daniel qué calles tomar. Las
mujeres hablaban sobre el perfume que tenía puesto una de ellas pero él casi no
escuchaba el contenido de las palabras; sólo llegaban a su oído las texturas de
sus voces que delataban los dieciocho años de diferencia que había entre las
dos.
Ya en el
departamento, Norma abrió el sofá cama del living y con la ayuda de Josefina
pusieron las sábanas. Alberto fue al baño y se metió en la habitación, se quedó
en calzoncillos, se tiró en la cama y escuchó cómo su esposa les pedía a los
huéspedes que se sintieran cómodos y les deseaba las buenas noches. Buenas
noches, buenas noches de mierda, pensó él, con la mirada apuntando hacia la
ventana abierta de par en par, mientras imaginaba la inmensidad del mar que
empezaba a doscientos metros de ahí y sentía cómo la puerta se cerraba para
dejarlo solo con Norma, como cada noche desde hacía un cuarto de siglo, y ella
se ponía el camisón y se acostaba a su lado para sacarse los restos de maquillaje
con un algodón humedecido.