28 de septiembre de 2006

Energías

–Administrá bien las energías –me aconsejan por chat.
A la noche, cuando me voy a la cama, me cuesta leer más de dos páginas sin que se me cierren los ojos. Más tarde, me cuesta dormir más de diez minutos seguidos sin que me despierte el llanto o el hipo del bebé. Lo acuno, le pongo el chupete, le golpeteo la espalda o lo cambio de posición, y vuelvo a dar vueltas entre las sábanas. A la mañana siento un olor extraño, meto un dedo en el pañal hasta el primer nudillo y lo saco pintado de verde amarronado. Después, cuando me siento frente a la computadora, no pasan más de quince minutos antes de que me tenga que levantar.


–Yo quería ser un escritor prolífico –le digo a Melina en la mesa, mientras analizamos cómo vamos a hacer cuando ella tenga que volver al trabajo. Yo quería ser un escritor prolífico, pienso cuando la veo ponerse a caminar alertada por los gritos, y ahora –aunque no deje de pensar nunca en, y desde la, literatura– si no pongo un poco más de voluntad me iré convirtiendo sólo en un padre ocupado y responsable, en un oscuro empleado de oficina, en un ciudadano común.
Igual, me digo en voz baja, mirando hacia el moisés, ya estoy seguro de que no cambiaría el gesto más imperceptible de Fausto ni por la autoría del Fausto.

26 de septiembre de 2006

Reseña heterodoxa a "Los estantes vacíos"

Por Garatusas

Tu introversión general, tus estallidos inexplicables de alegría difícil de esconder, tu sangre más cercana al mendigo que al príncipe, tu papel de espectador de todo, un papel que más que exponer, denuncias. Pocas veces he visto más ganas de vivir, de moverse, más amor a todo, más insatisfacción por ser como se es . . .

(Sigue acá)

24 de septiembre de 2006

Tigre

Anoche, en una fiesta de casamiento en el Tigre, un invitado de la generación de los padres preguntó por mí y vino a saludarme.

–¿Ignacio? –me dijo.

Yo estaba sentado en el salón de al lado de la pista de baile, pensando en si sería el único que no llevaba corbata y esperando, con Fausto en brazos, a que llegara el remís que habíamos pedido. Con un pie seguía el compás del remixado de Los Auténticos Decadentes. El tipo se presentó con su nombre, y me preguntó dándome la mano:

–¿Los estantes vacíos?

–Sí, claro . . .

–¿Cómo te va? . . . Leí el libro . . . La verdad que al principio, hasta la página treinta, tenía ganas de matarte . . . Después lo entendí . . .

–Bueno . . .

–Interesantísimo. Te felicito . . . Retrata muy bien a la juventud de hoy . . .

–Bueno, muchas gracias –le dije, mientras me parecía escuchar desde la calle el motor y la bocina del remís. Antes de despedirse, él quiso saber si el bebé era hijo mío y, volviendo al tema del libro, me preguntó:

–¿Pero vos sos así?

Un rato después, mientras nos alejábamos en el auto bordeando el río y escuchábamos, cada vez más lejanos, los graves de la música, pude ver cómo dos pibes intentaban pescar algo con un medio mundo. No me pareció raro que estuvieran ahí a esa hora de la noche. El remisero había vivido en mi barrio hasta antes de jubilarse. Ahora ya llevaba diez años viviendo con su mujer en una casita en el Delta, pero, como nunca le habían aumentado ni un peso de la jubilación, en algún momento tuvo que ponerse a trabajar con el coche.

21 de septiembre de 2006

19 de septiembre de 2006

Bandeja de entrada

De un mail:

(...) Y creo que si un personaje de tus cuentos quisiera dejar un comentario anónimo en un blog, viajaría en colectivo hasta un locutorio del conurbano como para reducir al máximo las posibilidades de que sospechen de él (...)

18 de septiembre de 2006

Dimensión

Hoy Melina se fue a su médico y yo me quedé por primera vez a solas con mi hijo. Para el operativo del cambio de pañales transpiré como si hubiera corrido una maratón. Todavía me duele el brazo izquierdo de tenerlo alzado para que no se pasara toda la mañana chillando.

Hace poco escuché a alguien contar que había dimensionado el amor que sentía por su novia cuando, al ver cómo ella se atragantaba con un pedazo de salamín, se puso a llorar del miedo a que se muriera.

Yo me pasé todo el fin de semana engripado y con principio de anginas, y, antes de que viniera el médico y me hablara sobre los anticuerpos que transmite la leche, se me cayeron un par de lágrimas por el miedo a que Fausto se contagiase algún virus.

12 de septiembre de 2006

La consigna guerrillera

Cuando Melina plantea la posibilidad de guardar leche en una mamadera en el caso eventual de que tenga que salir un par de horas y dejar a Fausto conmigo, el tono de voz de la pediatra cambia totalmente.
–El tema es así –nos dice muy seria–: cuando uno es padre su vida se modifica en todo sentido. Si uno puede evitar o posponer cualquier salida, tiene que hacerlo. Ahora lo principal es el bebé, y estar la mayor cantidad de tiempo con él es lo importante.

Desde la camilla, mientras le saco la ropa para que lo pesen, Fausto me moja las manos con un chorro de pis que atraviesa el pañal. Mientras me lavo, mirándome la cara de dormido en el espejo del baño, pienso en la posibilidad de escribir un libro parecido a Diario de una paternidad, un best-seller español que mi mamá trajo de un viaje.

En la sala de espera, cuando salimos del consultorio, una señora mayor me pregunta qué tiempo tiene el bebé y –a pesar del celeste en el saco y en la mantita de lana– si es nena o varón.
–Qué chiquito precioso –me dice, como con la pulsión de tocarle los cachetes pero conteniéndose a tiempo–, va a ser churro como el papi.

Más tarde, cuando entramos al Hospital de Niños para que le apliquen la BCG, no puedo evitar ponerme a tararear la consigna guerrillera de los primeros años setenta. Camino por los pasillos repletos de gente pensando en que muchos deben estar acá desde la noche anterior. En la sala de espera del vacunatorio desapareció el talonario de números, y frente a las puertas de los consultorios se formó una cola irregular. Yo soy el único hombre, y escuchando los diálogos me propongo adivinar cuál de todas las mamás habrá venido desde más lejos.

Una enfermera informa que los recién nacidos tienen prioridad en los turnos y nos hace pasar. Por los collares, el peinado y la forma de hablar, calculo que el médico que nos toma los datos tiene cuatro o cinco años menos que yo. Para pedirme que deje al bebé en la camilla y que le desnude el brazo derecho empieza tratándome de usted, pero, al ver la cara con que le respondo, gira hacia el tuteo.

De vuelta en mi casa, abro los mails pensando en escribir un post y releo los consejos que nos mandó una amiga desde España:


che, sean lo mas naturistas con fausto. nosotros durante el primer mes lo bañamos con un limón partido al medio, lo exprimís en la bañerita y listo. sin jabón ni nada. después siempre usamos jabones naturales, de coco, avena... en el culito nunca le puse cremas, siempre le puse aceite de almendras, que acá es barato. o de oliva. fijate alguno, es lo mejor. para lavarle los ojitos de las lagañas, haganlo con una gotita de leche.

y para melina: la cortaron? que se ponga gasa bañada en té de tomillo o cola de caballo. mete en el congelador y se va metiendo el hielo ese por ratitos. la miel también es un muy buen cicatrizante. yo me sentía super cansada y sin energía, la partera me mandó un batido alucinante, no sé si habra todo eso en argentina:

un yogurt grande (del sabor que te guste, con o sin frutas, es igual), ucacho de leche, una banana, un datil, 20 piñones, una cucharadita de levadura de cerveza, una de lectitina de soja, y una de germen de trigo.

todo eso lo baten en la licuadora. es la ostia. además tiene un montón de propiedades para este momento. para ella y para fausto.

7 de septiembre de 2006

Siesta, carta, efemérides y post




En las fotos, y a menos de sesenta horas de su nacimiento, Fausto compartiendo conmigo la siesta dominguera. En el blog del Quinteto, una carta abierta al bebé firmada por Federico Levín y una efemérides del 1º de septiembre a cargo de Ricardo Romero, y, en el de Funes, un post que lleva su nombre.

4 de septiembre de 2006

Parte de un sueño (post-parto II)

Entre "pre-parto III" y "post-parto" debería haber un post titulado "pre-parto IV", que escribí en word pero no pude subir a blogger. Copio las primeras líneas:

Nos fuimos dos y volvimos dos. Mientras yo esperaba en el hall, el médico le dijo a Melina que había dilatación pero no la suficiente como para dejarla internada . . .

Escribí ese post el jueves a la noche, durante el entre tiempo de la victoria de Olimpo. Después del partido me fui a la cama, miré un poco más de televisión y, pensando en el básquet, puse el despertador para las siete y veintiocho, dos minutos antes del salto inicial.

Alrededor de la una, todavía despierto aunque con los ojos cerrados, sentí que Melina me tocaba un hombro para avisarme que tenía contracciones, y en la media hora siguiente, tal como nos habían enseñado en el curso, fui tomando nota de la frecuencia en que se sucedían.

Cerca de las dos, con el bolso a cuestas y la bolsa ya rota, esperábamos en la vereda que mi mamá, que vive a una cuadra, nos pasase a buscar. Al ver a Melina doblada por el dolor en medio de una contracción, el custodio del edificio, un pibe de unos veinticinco años, despidió a los trasnochados con los que hablaba, me preguntó si necesitábamos un taxi, y después, nervioso como si él fuera el parturiento, nos saludó mientras nos alejábamos en el auto.

Arévalo, Nicaragua, Juan B. Justo, Paraguay, Riobamba, Perón, pasando semáforos en rojo, y antes de las dos y media estábamos esperando al médico de guardia. Melina tenía, cada cinco minutos, dolores cada vez más fuertes. Después de que le hicieran el tacto nos dieron el número de la habitación, y entre la enfermera y yo la ayudamos a subir, caminar por el pasillo y acostarse en la cama.

La primera etapa del trabajo duró algo más de una hora. Después vino la partera, y, en la misma habitación, la incentivó a hacer los primeros pujos. Esa, sin que lo supiéramos en el momento, fue la parte más complicada y dolorosa. Yo no quise mirar mucho, pero por el costado de un ojo me pareció ver que el bebé ya pretendía asomar su cabeza.
–Ahora quedate tranquila, lo peor ya lo hiciste –dijo la partera, antes de retirarse de la habitación para juntarse con el obstetra de guardia.

La enfermera me pidió que la ayudara a empujar la camilla hasta el ascensor grande, y que subiera al tercer piso por el otro. Yo corrí por el pasillo y toqué varias veces el botón, pero no vi que las poleas se movieran. Después de esperar un tiempo (no sé si veinte segundos o diez minutos), busqué una escalera y empecé a subir, sin saber que era la escalera del personal y que desembocaba en el cuarto piso. Busqué con la mirada la leyenda "sala de partos", pero enseguida me di cuenta de dónde estaba. Entonces llamé al ascensor, que ahí sí funcionaba, y bajé hasta el tercero.

Una enfermera vieja, golpeando el vidrio esmerilado de una puerta, me retó ("pensamos que se había fugado, señor"), me pidió que me pusiera la ropa de médico y me indicó en cuál sala meterme.

–Que hacés con ese gorro de carnicero –se sonrió Melina, que ya estaba acostada y en posición de parir. Alguien me dijo que me ubicara en la cabecera. El médico estaba del otro lado, sentado muy tranquilo y examinando la zona que yo, en los minutos posteriores, girando la cabeza hacia el instrumental y las paredes blancas, hice lo posible por no mirar.

Enseguida vinieron los pujos. A una queja de Melina le seguían palabras de aliento de la partera y del médico. Yo, callado y sosteniendo su cabeza por la nuca en cada contracción, pensé que ese parto no tenía mucho que ver con los que había visto en documentales.

La partera, subida a un taburete, apoyaba casi todo su peso sobre la panza empujando al bebé hacia la luz. En un momento me preguntó "¿cómo está el papi?", y al minuto siguiente dijo en voz más alta "miren cómo es su hijo, miren cómo sale". Entonces le hicimos caso, y no pude creer lo que vi. El bebé del que tanto hablábamos existía, no era ficción, pensé, y ahora salía de la panza mojado, a los gritos y con un color indefinible.

En medio de la impresión y de la emoción me pareció escuchar que alguien gritaba "cuatro y cincuenta y uno", pero en mi reloj eran las cinco menos cuarto. Ahí fue cuando la ayudante de la partera me preguntó cómo se llamaba, yo respondí con un hilo de voz, y ella anotó Faustín en una planilla.

Al bebé lo dejaron unos segundos sobre el pecho de la mamá. Después lo llevaron a un cuarto muy calefaccionado en donde lo lavaron y lo vistieron, y al rato me invitaron a alzarlo. Yo lo acuné con cuidado, caminé hasta donde estaba Melina con miedo de tropezarme, y durante unos segundos, cuando sentí que él abría los ojos y fijaba su mirada en la mía, me quedé con la mente totalmente en blanco.

Un rato más tarde, solo en la habitación, me senté en el sillón y creo –no estoy seguro– que se me escaparon algunas lágrimas. Después, mientras esperábamos a que trajeran a Fausto de la nursery, la enfermera me dio un par de instrucciones y le aconsejó a Melina tomar mucho líquido.

Antes del amanecer salí a la calle y sentí el contraste entre la blancura y el ascetismo de la sala de partos y la oscuridad y la suciedad de esa cuadra de Once. "La primera vez que salgo a la calle como papá", me dije, y caminé hasta la esquina pensando en que recordaría ese momento durante el resto de mi vida. Un Gatorade y un agua mineral, pedí a través de unas rejas mientras imaginaba un diálogo imposible con el kioskero.

Al volver al sanatorio le pedí al recepcionista un control remoto para sintonizar alguno de los canales que transmitirían el partido. Cuando llegué a la habitación, Melina intentaba darle de comer al bebé. Después, entre los llantos y los controles de la neonatóloga, los minutos pasaron muy rápido.

Si el tiro del final de Nocioni hubiera entrado, narraría acá los hechos que se fueron sucediendo hasta el mediodía. El relato abarcaría el partido que vi, por momentos, con mi hijo en brazos, y las excusas que encontré para salir, más tarde, a postear a un locutorio. Pero como la pelota pegó en el cilindro, esta pequeña crónica –que espero que algún día Fausto, que ahora empieza a quejarse mientras la escribo, lea con gusto– termina a las siete y veintiocho del viernes, hora en que hubiera sonado el despertador en mi mesa de luz y todo lo que conté podría haber sido parte de un sueño.

1 de septiembre de 2006

Post-parto

Hoy, 1º de septiembre, a las cinco menos cuarto de la madrugada, nació Fausto Molina. Pesó 4,090 kilos y mide cincuenta centímetros. Melina está muy bien. El parto fue rápido y con dolor (tan rápido que, debido a un ascensor en mal estado y a una escalera laberíntica, yo me perdí en el sanatorio, en el trayecto entre la habitación y la sala, y llegué cuando ya había empezado y a pocos minutos de terminar), y ella se lo bancó perfecto, sin quejarse más de lo necesario. Ahoras son las once y media y salí a la calle para hacer trámites en la obra social. Hace más de 29 horas que no duermo, pero creo que con el nivel de excitación que tengo tiro hasta la noche.

(Apenas el bebé, entre gris y violeta, salió de la panza, la ayudante de la partera, con una planilla en la mano, me preguntó cómo se llamaba, y yo, impresionado, le respondí con un confuso hilo de voz. Debido a eso, colijo, para la burocracia del sanatorio su nombre es, hasta el momento, "Faustín", nombre que ya figura, por ejemplo, en el cartelito del moisés en el que en este momento debe estar llorando extrañando a su papá).