31 de mayo de 2006

Literatura II

Al mismo tiempo que yo, bajó del 151 un tipo al que le veía cara conocida. Antes de ponerme a caminar decidí saldar la cuenta del teléfono en el Pago Fácil del supermercado, y en la zona de los changuitos me crucé con Martín Rejtman.

–Leí tu reseña sobre mi libro –me dijo él después de los saludos, mientras se descalzaba los auriculares, y se mostró bastante molesto con la crítica que yo le había hecho al primer cuento.

Me dijo que desde su punto de vista era errada mi observación, que el término “vaqueros” no le parecía anacrónico, o que, en todo caso, quien lo decía era el narrador y todo era muy literario. Me comentó que se había quedado pensando en ese tema, que lo había hablado con Alan Pauls la semana pasada, y que Alan había estado de acuerdo con él.

–Disculpame que te lo diga –me dijo, como temiendo que, sin mayores motivos, yo fuera a enojarme o a ofenderme.
–No me pidas disculpas, al contrario –le dije, y le pregunté qué le había parecido el resto de la reseña.
–Estaba bien, pero uno siempre se queda con las cosas negativas que le dicen, y creo que eso que criticabas no hace nada de ruido. Además yo nunca diría una palabra como “blue jean”, como tampoco nunca diría “porro”.

Después me preguntó sobre la salida de mi libro, me pidió que lo tuviera al tanto y, señalando al que había bajado conmigo del 151 y se acercaba desde las cajas con dos bolsas llenas, me dijo “ahí viene un amigo”. Enseguida nos presentó diciendo nuestros nombres, y durante los segundos en que nos quedamos callados tuve la sensación de que parados así, formando un triángulo cerca de la puerta del supermercado más grande y barato del barrio, parecíamos hombres de ficción, personajes sacados de alguno de nuestros cuentos.

28 de mayo de 2006

23 de mayo de 2006

Cara de solapa


El primero que conteste correctamente qué libro estoy leyendo en esta foto, se hace acreedor a una copa de vino extra en la presentación de Los estantes vacíos.

22 de mayo de 2006

Si tirás buena onda

Ayer empecé a hacer la mudanza interna. Saqué las bibliotecas y la computadora del escritorio para llevarlas al living. En el cuarto que va a ser del bebé quedó sólo un mueble, marcas en las paredes desnudas y ropa y libros desparramados en el suelo. Ahora tengo por delante una tarea más difícil: empezar a vaciar los placares, decidir qué papeles, casetes, revistas y diarios viejos tirar y cuáles seguir archivando en otro lado.

A la noche me costó dormir. Al apagar la luz recordé la versión vieja de un cuento que había releído el sábado: en tres párrafos seguidos se repetía la misma palabra, y me torturé pensando en la posibilidad de no haberlo corregido antes de que entrase a la imprenta.

Después, cuando pude sacarme eso de la cabeza, pensé en Fausto: en que debería trabajar el resto de mi vida útil para mantenerlo, en cuántas cosas me restarán aprender para ser un buen padre, en la imagen que él tendrá de mí cuando tenga treinta años y yo ya esté en edad de jubilarme.

El calor y el ruido de un auto me sacaron de todo eso. Entre el despertador y el reloj de la video había diez minutos de diferencia; eran alrededor de las cuatro de la mañana. Puse la estufa en piloto y volví a la cama haciendo una promesa: si conseguía dormirme antes de las cuatro y media –o cinco menos veinte–, postearía una de las frases que había dicho esa mañana.

Mientras esperábamos al 151 en Rivadavia, a la altura de Almagro, vimos cómo perdía líquido el motor de un 19 que había frenado en la parada anterior. Yo caminé unos quince metros hasta la puerta para avisarle al chofer.
–Ta perdiendo algo, no sé qué es –le grité mientras subían pasajeros.

Cuando volví a la parada, vi y escuché que él, arriesgándose a perder el semáforo verde, frenaba a nuestra altura y me decía:
–Gracias, flaco. Sos un grande. Es gasoil, acabo de llenar el tanque –y me saludaba cerrando un puño y levantando el pulgar.

–Ves –le dije a Melina–, si tirás buena onda recibís buena onda.

–Buena frase –me dijo ella–: blogueala.

17 de mayo de 2006

Blogueando

En la alacena baja de Levín se alojaron los pacoquis, que se la pasan corrigiéndose brazos y dedos en busca del cuento perfecto.


Vico escribe una novela sobre el jefe de las 62 organizaciones y publica Metominia Salvaje en No-Retornable


A Tornicheli le pasan cosas horribles cuando habla de minas.

15 de mayo de 2006

Bunkers

En la tarde gris, desde su terraza en un extremo de Colegiales, Nessie mira hacia el sudeste, apunta la cámara hacia el río, y, casi sin saberlo, inmortaliza en el centro de la imagen, en la última manzana de Palermo Viejo, al bunker productivo de Unidad Funcional.

Foto extraída de La fiesta del monstruo

11 de mayo de 2006

Miedo a la oscuridad

Yo soy el único de la fila que no tiene guardapolvo y espero mi turno para saludar a uno de los soldados que, inclinados en medio del patio, reciben las cartas y los chocolates que les entregan mis compañeros de jardín.

La escena, que parece sacada de un sueño o de una película argentina, es una de las que recuerdo de los meses de abril y mayo de 1982. En otra de esas escenas, que hoy se me aparecen como irreales, mi mamá y yo caminamos de la mano por la ciudad vacía y completamente a oscuras. Ella está vestida sólo con una bata y un camisón. Yo tengo un piyama grueso y un pulover, y siento cómo el ruido de nuestras zapatillas retumba en la vereda.

Como los ingleses amenazaron con tirar una bomba sobre Bahía, la municipalidad ordenó encender la menor cantidad de luces interiores posible, dejar siempre apagadas las exteriores y, salvo urgencias, no salir a la calle después del anochecer. Hay que tapar las ventanas con cartones o papel madera, y cubrir los focos de los autos con una tela oscura que reparten en los negocios. Hay que evitar que desde los aviones se den cuenta de que acá abajo hay una ciudad; cualquier mínimo reflejo de luz puede provocar que se cumpla la amenaza.

Desafiando al estado de sitio militar y sin cambiarnos, sin temor a cruzarnos con algún vecino, mi mamá y yo salimos a la calle. Alumbrados sólo por la luna caminamos hasta la esquina, y nos quedamos un rato ahí con las miradas en el cielo. Desde mis ojos de cinco años veo seguramente muchas más cosas que ella: veo, también ahora mientras escribo, aviones y helicópteros ingleses que vuelan muy bajo. Aunque cuesta distinguir las siluetas de los autos a media cuadra, veo y siento el eco de una tropa argentina que avanza hacia nosotros desde el fondo de la calle. Imagino el patio del jardín a esa hora de la noche, y los cuartos silenciosos de mis amigos que, si pudieron vencer el miedo a la oscuridad, ya deben estar durmiendo.

9 de mayo de 2006

Papeles viejos

Sábado 15/10/94:
A la tarde fui caminando a lo de B. La idea que teníamos era la de ir a sacar las entradas para los Stones, pero nos colgamos en el 7 to 7 de Libertador, nos pusimos a conversar con dos chicas (FGKQ) y al final nos quedamos ahí. Más tarde volvimos a su casa. B había alquilado Misery. Nos tiramos a ver la película y llegaron dos amigos de su hermano, que venían a visitarlo porque estaba enfermo. Uno de ellos era brasilero, tomaban mate y hablaban del mundial y de la mononucleosis. A la noche fuimos a lo de G, y enseguida, cuando estábamos hablando de él, llegó LR con el flaco de la ferretería. Yo llamé a Marina, me dijo que se iba a lo de M. con otras amigas y quedamos en encontrarnos a las doce en La Colmena. Después fuimos a comer una pizza, y más tarde, casi todos, a tomar algo al bar de enfrente de La Colmena. En otra mesa estaban los pibes de la banda de Excursionistas, que en un momento pensaron que los estábamos gastando y nos quisieron pegar. Pero después de las aclaraciones terminamos en su mesa, y B. se apretó en la esquina a una de las minitas que ya conocía. De ahí entramos a Majada. Marina se fue antes. B. y G. vomitaron, y cuando salimos a la calle ya era de día. Juntamos plata para pagar un taxi entre varios, pero no nos alcanzó y tuvimos que volver en colectivo.

3 de mayo de 2006

BT

En una época me enteraba, por terceros, de que otros preguntaban si yo era buen flaco, si tenía novia, si me prendería en un picado, si tocaba la guitarra, si era fiel, si tenía amigos para presentar, si me gustaban las morochas, si era tan reservado como parecía, si jugaba arriba o en el fondo, de ala o de pivot. Ahora me entero de que preguntan:

–Che, ¿qué onda Molina? ¿tiene background teórico?

1 de mayo de 2006

Gigantografías

¿Por qué, si hay tantas librerías en Buenos Aires, "la gente" espera esta época del año para caminar entre libros?
La mía, claro, es una pregunta retórica; creo nadie podría dar una contestación razonable. Algunos me dirán: porque en las librerías no entregan folletería o muestras gratis de fernet. Está bien, sería una respuesta atendible, pero no del todo satisfactoria.


El sábado a la tarde vi, desde Plaza Italia, la cola que nacía en los portones de la Rural, llegaba por la avenida Sarmiento hasta la calzada circular y giraba por Santa Fe hacia Pacífico. Si no me hubiera comprometido a estar en la presentación de El trabajo del fuego, la novela de Juan José Burzi publicada por la Editorial de la UNLP, habría pegado la vuelta. Crucé la calle, entonces, y me dispuse a caminar a paso de tortuga entre familias que, probablemente, lo último que recordaban haber leído era algún folleto publicitario rescatado en la Feria del año anterior.

Lo primero que vi al entrar fue a unas veinte personas que se amontonaban frente José Narosky para que les firmara sus libros de aforismos. Después vi las clásicas gigantografías con las caras de los-grandes-escritores-argentinos en el stand de la secretaría de cultura. Imágenes que –pensé en ese momento, y pienso ahora– no le hacen ningún favor a la vitalidad de la literatura argentina. Imágenes que, lejos de acercar a "la gente" a los libros, la alejan cada vez más, convirtiendo a la del escritor en una figura remota e inalcanzable, y a la literatura en una actividad aburrida, patrimonio de personas muertas –física y/o intelectualmente– hace ya muchos años. De esa manera, recanonizando a autores que difícilmente atraigan el interés y el entusiasmo de potenciales jóvenes lectores, el Estado hace lo posible por ahogar el desarrollo de nuevas corrientes literarias que siguen si recibir la atención merecida.

Al leer la dedicatoria manuscrita en la novela, donde se me considera un "militante de la literatura", sonreí creyendo que Juanjo exageraba. Pero enseguida me puse serio y pensé que el solo hecho de no haberme quedado tomando sol en Plaza Italia unas horas antes, al ver la cola que llegaba hasta la vereda de Metrópoli Bailable, ya ameritaba semejante calificativo.