11 de mayo de 2012

Carlos, desde México, parece que flasheó con unos textos míos que leyó en Internet y entonces, a través de una amiga suya que vino a Buenos Aires, compró un ejemplar de cada uno de mis libros y me regaló esta hermosa botella de tequila. ¡Gracias Carlos, te pasaste!

8 de mayo de 2012

"Las infinitas expropiaciones del amor"

Por Esteban Dipaola
(Texto leído en la presentación de mi libro El idioma que usan todos, editado por Pánico el Pánico, en La Usina)


Uno podría decir, en referencia a este libro de poemas de Ignacio Molina, simplemente: el amor en los tiempos K. Sin embargo, es mucho más que eso. Se trata de un muy buen libro de poesía, de poemas que no tienen como tema u objetivo al amor, sino que componen una historia de amor. Una historia de amor de estos tiempos: el amor en la era del fútbol para todos, el amor en la era del proyecto nacional, en la era de google, de las redes sociales y del chat. En la era de los planes, en el múltiple sentido que podemos dar a esa palabra. El poema que abre la serie de El idioma que usan todos dice:

Con vos quiero planear
hacer planes y volar


Es un poema síntesis, incluso me animo a arriesgar una afirmación contundente, como me gustan a mí, que diga que podríamos leer ese poema y no leer nada más. Claro que haciendo algo así nos perderíamos un montón de cosas. Y ahora estoy hablando de política, que es también una forma del amor: una política de lectura. ¿Cómo leer un libro? ¿Cómo leer un libro de poesía? ¿Cómo leer un libro de poemas de amor? ¿Cómo leer un libro de poemas de amor en los tiempos K?.. Bueno, planeando: quiero decir, haciendo planes y volando.

Sería muy fácil acusar a Ignacio Molina y arriesgar chicanas poco sutiles al estilo “poesía K”, “poesía seisieteochesca”, emitir ideas del estilo: “se vino la poesía para todos y todas”. Todo eso es muy fácil, pero quienes realizaran algo así, carecerían de una política de lectura (serían como la oposición, básicamente), es decir, no harían planes ni volarían. Sabemos, por la vida y por los poemas, que el amor está lleno de contradicciones y de congojas. Y en ese plan me parece a mí que habría que leer el libro de Molina: es un libro de poemas sobre el amor, que compone una historia de amor en los tiempos de la política. En ese contexto deberíamos apreciar también el título del libro: no es el idioma que hablan todos, es el idioma que usan todos. Ahí nos enfrentamos a un lugar de la praxis que es profundamente político: ¿cómo usar un idioma? El uso del idioma es plenamente político, y en ese sentido en este libro de Molina hay una composición de la historia, porque hay una praxis, hay un trabajo con la palabra, con el contexto de enunciación. Es decir, se va construyendo poema a poema una historia de amor que atraviesa las formas políticas de una era que es ésta, la presente.

Entonces, de lo que se trata en esa praxis es de la evocación. Con más precisión, se trata de cómo evocar una época, en donde además de las vicisitudes políticas nos hemos enamorado, hemos compartido, nos separamos, desenamoramos, en fin, usamos un idioma… que usan todos.

Hay un poema que marca el libro en este sentido preciso: se titula “Los domingos felices”:


Si un día vuelve la derecha
(o nuestro amor llega a su fin)
lo que más voy a extrañar
son los domingos felices
que pasamos en tu cama
con las persianas bajas
la luz verde en la pantalla
del televisor casi inaudible
y los gritos emocionados
de los hombres del barrio
por el fútbol para todos.


Más allá de esa exquisita referencia al “fútbol para todos” como ya parte ineludible de la felicidad popular de cualquier domingo juntos (mucho más si juega Estudiantes). El comienzo de este poema me llama la atención: “Si un día vuelve la derecha / (o nuestro amor llega a su fin)”, quiero aclarar, además, que ese “o nuestro amor llega a su fin” está entre paréntesis. Quiero decir, hay una justeza… o una justicia (no me animo a decir social) en esas palabras, que convierten al amor en una metáfora política y a la política en un acto de amor: pues tanto en el regreso de la derecha como en la inexorable conclusión de un amor, hallamos el fin de la felicidad. Eso es parte de la evocación que refiero: podemos decir que estos poemas de Molina, en tanto este libro es mucho más que el amor en los tiempos K, son experiencias de lenguaje o experiencias de un idioma que usan todos, que evocan a ese amor ausente –y eso es un acto profundamente político–, pero esa evocación no es a una figura particular, al ser amado podríamos decir recurriendo a horrendas retóricas clásicas, sino que es una evocación sellada por los objetos, las experiencias, las vitalidades, los lenguajes que mencionan y recuerdan ese amor. Es decir, una evocación sellada por los fantasmas, que en buena parte es el idioma que usamos todos. Recurriendo a metáforas políticas: “un fantasma recorre Europa” dijo alguien que yo leo mucho –y según La Nación y Clarín también lo lee mucho Kicillof–, y un fantasma recorre este libro –y quizás, por qué no, este ambiente hoy, acá entre nosotros–, y es el fantasma de haber perdido un idioma, un uso, un código en común. 

Una historia de amor, bien la representan estos poemas, es, entre otras cosas, compartir el uso de un idioma común y singular a partir de aprehenderlo en un código propio. Dice el poema que le da título al libro:

Volvamos por favor
aunque sea por un instante
a nuestro lenguaje anterior:

(ahora que para comunicarnos
usamos el idioma que usan todos
se me hace imposible mirarte)


Para mí en este poema es donde se encuentra la franja de dislocación del relato que componen estos poemas. Ingresamos en una nueva dimensión temporal: ahora ya no compartimos el código con el otro. Si una comunidad se conforma en el uso de un idioma, esa pequeña comunidad del amor compone en ese uso común su propia concepción de la utilidad, y cuando ese código se rompe nos hallamos otra vez en la comunidad total, en el idioma que usamos todos. Digamos, además, que los versos finales de este poema también se hallan entre paréntesis.

Entonces, “El idioma que usan todos” es un libro de trayectos, es decir, compone una narrativa o un plan desde su comienzo, nos evoca el principio del amor y su desenlace. Nos obliga a una política, a una política de lectura, pero también de la otra, esa que nos obliga a embarrarnos un poco, la política de las tragedias, podríamos decir. Pero además este libro de la editorial Pánico el pánico, nos involucra con un idioma que usamos todos: esto es, nos mete de lleno en la praxis, y la praxis es el uso tanto como el amor.
Así, uno podría decir simplemente: bien, este es un libro de pomas sobre el amor. Pero claramente estaríamos siendo injustos porque es mucho más que eso. Es un libro de poemas sobre la práctica concreta del amor, sobre sus contradicciones y sus congojas, sus posibles e imposibles. Para ser bien actuales y apropiadores de la coyuntura: entre otras cosas, el libro de Molina es un libro sobre las infinitas expropiaciones del amor. Porque seamos sinceros, en cuestiones de amor, todos hemos expropiado alguna vez y hemos sido expropiados otras tantas. Y eso es parte del idioma que usamos todos.

7 de mayo de 2012

El sábado a la mañana, en el 93, venía charlando con Fausto y pensando en cualquier cosa hasta que de pronto, en alguna cuadra entre Plaza Italia y Puente Pacífico, algo pasó, se alinearon los planetas, se me puso la mente en blanco, después en negro, después de todos colores, y “se me ocurrió” una novela (no completa, claro, pero sí un principio, un tono, una sensación, una tenue línea argumental). Durante todo el fin de semana esa idea fue creciendo en mi cabeza, y hoy, por primera vez en tres o cuatro largos meses, voy a volver a mi casa con la hermosa calentura de ponerme a escribir. ¡Belleza!

3 de mayo de 2012

Soy un ciclista temerario. Hoy vine por primera vez en bici al laburo y, unos trescientos metros antes de llegar, por mirar hacia el costado para chiflarle y repetirle el chiflido a Sofi que venía caminando por la vereda de enfrente, perdí el control del rodado, a una velocidad considerable, y cuando me quise dar cuenta estaba mordiendo el cordón primero y subiéndome a la vereda de pasto lindante a las vías medio segundo después. “Me la pongo”, pensé, y le pasé rozando a un árbol y a un poste de luz manteniendo milagrosamente el equilibrio y sintiendo cómo, si me caía hacia el costado izquierdo, un auto me pasaría todo entero por encima. Lo que me salvó, creo, además de mi muñeca, fue que el cordón fuese atoboganado y que esa vereda fuese una suerte de plazoleta. Y lo mejor de todo fue haber visto pasar -cuando pensé que no la contaba- los mejores momentos de mi vida en una fracción de segundo.