28 de noviembre de 2006

Continuidad de los kioscos

–Sos kioscómano, Molina –me dice Pedro al notar la alta cantidad de personajes o de personas que van al kiosco en mis relatos (“hasta vos en la crónica del parto”) y, como pretendiendo extremar esa obsesión, me mailea ideas para un cuento que después voy delineando:


From: Mairal
To: Molina


anoche antes de dormirme pensé: "continuidad de los kioscos" y dije me tengo que acordar de maileárselo a molina mañana. un cuento donde un tipo se mete en los kioscos y cuando se distrae sale en otro kiosco, uno de olivos o de hurlingham, y está a las puteadas porque siempre está viajando en bondi, volviendo de kioscos en la loma del orto. cuando se distrae mirando los alfajores, y se cuelga entre las marcas, o busca en la heladera el sabor de gatorade que le gusta, se da vuelta y el kiosquero es otro, y piensa "otra vez carajo". la mujer no le cree nada. nadie le cree.


From: Molina
To: Mairal


Excelente! . . . Pobre tipo, a la tarde le dice a la mujer que va a la esquina a comprar puchos y vuelve del conurbano a las cinco de la mañana, después de esperar el tren cagado de frío. Cada vez que va al kiosco se lleva la Filcar, porque al principio aparecía en San Fernando o Laferrere y no tenía idea de cómo volver. Además, ya había gastado la plata en el kiosco y no le alcanzaban las monedas para el bondi. Así fue conociendo todos los barrios. A veces sale de un kiosco y le da vergüenza preguntar qué barrio es ese, entonces camina hasta encontrar alguna calle conocida. O sale puteando y busca otro kiosco con la esperanza de meterse y salir de casualidad en su barrio, pero no, aparece más lejos todavía: en Aldo Bonzi o González Catán. Obvio que la mujer no le cree y lo echa de la casa, y del laburo también lo echan porque siempre llega tarde, o sale a comprar un pebete a la hora del almuerzo y no vuelve nunca. Pero el tipo se fanatiza tanto con los kioscos, las heladeras exhibidoras, los colores de los envoltorios, las carameleras escalonadas, que no puede evitar seguir entrando. Es como una adicción, es kioscómano . . .

26 de noviembre de 2006

Presentación


Tantas noches como sean necesarias
(cuentos)
de Ricardo Romero
Colección Laura Palmer no ha muerto / Gárgola Ediciones
Presentan Pablo Ramos y Federico Levín.
Toca Facundo Gorostiza.
Martes 28 de noviembre en Bartolomeo Bar,
Bartolomé Mitre 1525, a las 20,30 horas.

23 de noviembre de 2006

Apuntes para una crónica

Ayer fui a la presentación del segundo tomo de Querida Familia editado por Entropía. Esta mañana, pensando en escribir una crónica de la noche, tomé algunas notas sueltas, pero después se me hizo tarde y no tuve tiempo de armarla. Quedan, entonces, los apuntes dispersos:


En el subte, en el asiento de enfrente, viaja un pibe con un corte beatle. Sobre la falda lleva una mochila negra, y, dentro de la mochila, un gato del mismo color asoma la cabeza. El gato tiene la cabeza gigante y la cara achatada. El pibe le acaricia el pelo mientras escucha música en auriculares enormes.

*

Un espacio de arte, ¿una fábrica abandonada? en Chacabuco al 500. En la Filcar veo un atajo: saliendo frente al Cabildo y caminando por Diagonal Sur ahorro dos cuadras. En Plaza de Mayo hay un show musical; algo al respecto me pareció ver en Telenoche, pero no pude prestarle atención.

*

Llego tarde, después de las ponencias. Catorce actrices en bikini de los ¿años 50 o 60? leen fragmentos de las cartas para sí mismas o para el público que se les acerca. Saludo a los editores y busco a los que me prometieron su presencia. En la barra hay cervezas y vasos de papel. Raúl Puig escucha palabras de su hermano en voz de una actriz.

*

Hay frases que, dichas en determinado contexto, pueden cambiarme el humor instantáneamente. Me presentan a alguien y, cuando parece que la conversación empieza a tejerse, el presentado me dice:
–Che, sos alto –como si estuviera descubriendo el mundo con su observación.

*

Con JM, flamante padre ¿secundizo?, hablamos un minuto sobre la paternidad: kilaje, centimetraje, horas de sueño, frecuencia de alimentación.

*

En concepto de gentileza, las actrices pueden llevarse un libro del catálogo. Una me dice ''yo leo'', y le recomiendo ''ése, el de tapa verde inglés''. ''El de Molina'', me dice ella, como si conociera de nombre al autor, pero después de mirar la foto de la solapa, y empujada por el título, la extensión y el género de la autora, termina eligiendo ¿Vos me querés a mí?

*

Hacia el meeting en lo de Gonzalo, voy en auto con Valeria, Romina, xxx y Ana, mi compañera del secundario. En el viaje, mientras meto algún bocadillo, pienso sin darme cuenta en el subte. La línea D va de (el edificio del) Cabildo a (la avenida) Cabildo. Da para la confusión de los turistas, me digo, al tiempo que me reprocho que, muchas veces, pensamientos ridículos y sin objeto como ése no me permiten entrar en una conversación.

*

Precisión en el pedido: tres docenas y media de empanadas. No entiendo cómo alguien puede pretender una docena de pollo (contenido mendrugoso de dudosa procedencia) pero no me atrevo a insistir. Mientras hablo con Ana de lo que cada uno sabe de nuestros ex compañeros, en la sala de ensayo los demás tocan los instrumentos con la torpeza de alumnos de segundo grado en una clase de música.

*

Se habla de la presentación de la novela de Iosi, y me inquietan diferentes puntos de vista sobre la mía. ''Gente que escribe libros'', dice xxx, y se pregunta ''¿cómo se escribe un libro?''. ''¿Para qué? más bien, sería la pregunta'', escucho que le responden.

*

Por la vereda, mientras la despedida, pasa una chica hablando por teléfono. ''¿Y te robaron a vos, pero no te hicieron nada?'', pregunta preocupada. Dentro de un auto estacionado hay un chico que también habla por celular, y durante un segundo estoy seguro de que, sin saber que están a metros de distancia, hablan entre ellos (pre-pre – seg-seg).

*

En Honduras espero un 39 que nunca va a pasar. Calculando lo que puede salirme un taxi por un viaje de veinte cuadras, estiro un brazo al ver una luz roja. Al enterarse de mi destino, el taxista dice ''pasamos por Honduras y la vía, donde a las chicas se les cae la bombacha'', pero enseguida se mesura ante mi escaso entusiasmo.

*

Entro intentando no hacer ruido. Me lavo los dientes con fuerza, me baño para sacarme el olor a humo. Entre dormido, en el silencio de la noche, oigo una conversación que llega hasta el cuarto piso y atraviesa las hendijas de la persiana:
–¿Un puterío, maestro, un lugar para ponerla?
–Doblá en la esquina, seguí unas cuadras . . .
Y después el ruido del motor que se apaga de a poco.

21 de noviembre de 2006

Presentación

Presentan el libro: Ariel Schettini y Graciela Goldchluk
Performance/ Dirección artística: Matías Umpierrez
Asiente de dirección: Macarena Albalustri
Vestuario/ Peinado/ Maquillaje: Catalina Rautenberg

Actrices Invitadas: María Marull, Eugenia Capizzano, Maru Sussini, Karina Roldan, Felicitas Luna, Delia Folgueira, Eugenia Mercante, Macarena
Albalustri, Susana Tale, Paula Pichersky, Carolina Martin Ferro, Paula Travnik, Alejandra Maidana.

20 de noviembre de 2006

"Exaltación de lo cotidiano"

(Publicado en el suplemento Ideas-Imágenes del diario La Nueva Provincia el 15 de octubre de 2006)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Editorial Entropía
Buenos Aires, 2006. 192 páginas.


Por Gloria Nozal


Ignacio Molina construye en este libro de sugerente título un escenario propio, que tal vez sea el de muchos; el de una vida en Buenos Aires, la de amigos y compañeros. Privilegiando los simples hechos cotidianos, lo que daría sólo sustento para otros y en él es leit motiv, único tema central: levantarse, desayunar, hacer una compra, tomar un colectivo y que cada cosa común se torne por el arte de su reiteración, su moroso deambular por y ello y nada más, en argumento, nudo, y diálogos, así como también descripciones, las que convergen en ese mismo universo sin crescendos ni desenlaces insólitos y que constituyen trama, fondo.


Ese insistente andar de cada día, sin suspenso, sin reflexiones, donde los seres parecen entregados al sino monocorde demarcado por quién sabe qué, como una suerte de marionetas, va creando un estilo particularmente distinto. Deliberadamente ostentosa, la valorización de lo común, de una simpleza sin planes expresados, sin pensamientos o monólogo interior, con sólo diálogos que también constituyen meros hechos diarios, va creando una personalidad despojada, monótona.

Los personajes son jóvenes en sus estudios, trabajos, comidas, y los diálogos están dados por lo inmediato de sus movimientos: "El jueves a la noche, desde el umbral de su cocina, Gonzalo le mostró a Nahuel una botella de vino y le preguntó si en su de­par­ta­mento no tenía un sacacorchos. –No sé. Pero sino podés mandarlo para abajo con alguna . . . –Che, vago –lo retó Camila palmeándole la espalda–. Andá, yo vi que tenés en los cajones. "De la página 163: "Un atardecer, al salir de la biblioteca, me puse a leer el folleto pu­blicitario de unas jornadas literarias sobre narrativa argentina que, des­pués de obtener mi permiso, un estudiante universitario ha­bía pe­gado en la cartelera de la entrada." Deducimos de estas meras acotaciones, formación, estudios, lo que constituye apenas un detalle orientador, casi dado por descuido del protagonista. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de los escritores, voluntariamente apartado de todo asunto intelectual, Molina retoma el universo de su derrotero de hechos simples, de una chatura que no puede menos que caer dolorosa y que en él es oficio consolidado, que enarbola como sello distintivo.

Sin duda, Los estantes vacíos es una depurada muestra del estilo notable y vigoroso de este escritor que, pintando su universo juvenil, logra su objetivo, el que para nosotros sería aciago si fuera algo más que una realidad retratada por la literatura. Si fuera la vida real de los jóvenes de ahora. Sin signos que apunten a algo intelectual y espiritual, y a la vez tan natural que no se puede dudar de su realismo. Sólo la música, mencionado en ocasiones, emerge como algo más trascendente o conmovedor.

Por lo distinto, por el destacado manejo de la simpleza de las cosas, que lo hace asemejarse a algunos clásicos rusos, Ignacio Molina ha creado una obra de relieve, que aparece en el movimiento actual con un sello particular de búsqueda, de intención de mostrar la realidad sin eufemismos, valorizando así de paso cada acto humano, sin que sencillez o banalidad aparente lo distraigan de su camino, el de la vida y sus actitudes insertas en la rutina de una gran ciudad.
Surge de esto una especie de estilo, por así llamarlo, que siendo literario se aparta de lo común, haciendo destacable lo mínimo, llamando la atención sobre las formas de las cosas más que sobre las cosas. Más lo visible y palpable que los sentimientos, decisiones, pensamientos; todo lo que constituye la superficie de las cosas más que su canal conductor.

En este mundo del autor los seres no parecen pensar, sino que son llevados a cumplir sus ocupaciones sin cuestionamientos y toda otra motivación que anime y vivifique sus desplazamientos y actitudes, parece voluntariamente apartada, como si la misma gran ciudad se encargara un poco de deshumanizar a sus criaturas, llevándolas una y otra vez a los mismos encuentros en una suerte de danza ritual, donde seguramente el hondo significado de los hechos quedará oculto, inadvertido.

16 de noviembre de 2006

15 de noviembre de 2006

Leen los cinco

En el marco de su ciclo de lecturas itinerante, el Quinteto (Leonardo Oyola, Ricardo Romero, Funes, Federico Levín y yo) se presentará hoy a las 21 horas en el Centro Cultural Pachamama, Pasaje Argañaraz 22, Villa Crespo, ciudad de Buenos Aires. Quedan todos invitados.


13 de noviembre de 2006

Aquiles

Cuando se enteró de que yo era de Bahía Blanca, Ovidio dejó pasar unos segundos y me dijo que él conocía a una mujer que tenía un hermano que había jugado muchos años en Olimpo pero que ahora no podía recordar su apellido.

Estábamos sentados a la sombra en el fondo de su casa en Avellaneda, haciendo la digestión de los tallarines domingueros. Hasta esa zona –pujante hasta el comienzo de la tiranía militar– habíamos llegado con Melina y con el bebé para que lo conocieran sus tío-abuelos lejanos.

Un rato más tarde, cuando volví de hacer dormir a Fausto en la habitación más fresca y silenciosa de la casa, Ovidio me sirvió otro vaso de vino y esperó a que se hiciera un silencio en la conversación para gritar:

–¡Oviedo!

–¿Qué decís? –preguntó su mujer.

–Oviedo, se llama el que jugaba en Olimpo –dijo ya un poco más tranquilo, y con la mirada me preguntó si lo ubicaba.

–Claro que lo conozco. Bah, si estamos hablando del mismo, lo conozco. Es un histórico, jugó toda la década del ochenta, en los torneos regionales y en el Nacional B . . .

Ahora el problema lo tenía yo: con el nombre de pila, podría llegar la confirmación definitiva de que nos estábamos refiriendo a la misma persona. Mirando las figuras que las sombras y el sol dibujaban en el patio de tierra, y fingiendo prestarle atención al transcurso de la charla, me quedé varios minutos callado intentando recordar.

Con la tarde ya avanzada escuché cómo Fausto se despertaba llorando, y, mientras caminaba hacia el interior de la casa, tuve una especie de iluminación. Lentamente, como pidiendo permiso, vino a mi cabeza una música con sonido de AM que, durante casi veinte años, había estado durmiendo en un lugar recóndito de mi memoria: "Raúl Daniel Schmidt, José Ramón Palacio, Manuel Cheiles, Alfredo Aquiles Oviedo . . . ", y casi al trote fui a alzar al bebé para volver sobre mis pasos.

–¡Alfredo Aquiles! –dije a los gritos, sin temor al ridículo, cuando volvimos al fondo.

–¡Seguro, Aquiles se llamaba el padre! –gritó Ovidio señalándome con un dedo, y yo, tal vez por la coincidencia, por la nostalgia del recuerdo, por el sopor que me habían dado el calor y el vino, o por la risa que me devolvía Fausto en ese momento, no pude evitar emocionarme.

7 de noviembre de 2006

La ley de alquileres

Había tenido una vida fácil porque sus ambiciones y sus gustos no llegaban a sobrepasar exageradamente sus posibilidades. Ganaba un sueldo mediano en una compañía exportadora y su mujer otro mucho más modesto en una escuela del Estado. Con eso vivían, iban al cine, compraban sus ropas a crédito y, cada dos años, veraneaban quince días en Mar del Plata. Con eso y algo más: la Ley de Alquileres. Porque la relativa holganza de sus vidas la debían a una buena salud de la pareja (¡los remedios salen una fortuna!) y al risible alquiler que pagaban por el departamento.
(. . .)
Le gustaba invitar amigos a su casa. Tenía espacio de sobra. Podían jugar al “póker” en el living mientras las mujeres chismorreaban en el “cuarto de vestir” (un segundo dormitorio destinado al hijo que nunca llegó). Y podían seguir jugando mientras las mujeres ponían la mesa porque el living era enorme, tan enorme que los amigos siempre repetían una misma pregunta asombrada:
-Pero, ¿cuánto pagás por todo esto?
Y entonces, con una satisfacción casi sexual, él respondía:
-¡Caéte! ¡Cien pesos!


(Fragmentos del cuento "La ley de alquileres", escrito por Enrique Wernicke en la década del cincuenta. El relato completo, acá)

6 de noviembre de 2006

"Una realidad enrarecida"

(Publicado en la edición del 9 de octubre de 2006 del periódico Eco-días de Bahía Blanca)

Ignacio Molina
Entropía, 2006


Por Silvana Angelicchio

Definir el género, hacer un resumen del argumento o perfilar la te­mática de Los estantes vacíos puede resultar un ejercicio tan elusivo como su propia lectura. Sin embargo, esto no es una objeción sino un halago, ya que la sensación de no hacer pie que proviene de los quince relatos que lo conforman resulta estimulante y atrapa al lector en su realidad en­rarecida (...)

(la reseña completa, acá)

3 de noviembre de 2006

Naranjas

–Hay pocos faroles en la calle.
–¿Pocos faroles?
–Sí. No van a alcanzar para colgarlos a todos.

Los que hablaban eran dos jubilados que, por la forma en se miraban, supuse que se acababan de conocer. Aunque tomé la conversación empezada, supe que estaban hablando de "los políticos corruptos" o de algo por el estilo. Ninguna de las seis o siete personas que se enfilaban tras la caja terció en la charla. Si estuviéramos en el verano de hace cuatro años (en el "ardiente verano post-argentinazo", como escriben los periodistas al referirse a los comienzos del 2002), pensé, hasta yo mismo podría haber hecho alguna acotación.

Desde hace algunos meses, cuando el supermercado chino cambió de dueño –siempre manteniendo el gentilicio– se notan algunas mejoras: nueva iluminación, mayor limpieza, góndolas más amplias. De todos modos, no pasan demasiados días sin que pueda verse alguna cucaracha en la zona del pan o de los embutidos.

Las cajeras ahora usan pecheras que tienen estampado bien visible el logo del comercio, y tengo la impresión de que una de ellas, la única oriental, es la hija del dueño; siempre estoy a punto de preguntárselo, pero me arrepiento al pensar que me voy a meter en problemas.

Otro cambio implementado por la nueva administración incumbe a los rubros de carnicería y verdulería; ahora el importe de lo que se compra en esas secciones se paga directamente ahí. Antes, mediante un simple sistema de vales, se unificaban las cajas.

El verdulero tiene alrededor de treinta y cinco años y es hincha fanático de River. A las mujeres mayores las trata de "nona" o de "abuela", y a ciertas jóvenes de "mami". Hasta el verano, cuando las normas del local en cuanto a la estética eran menos rígidas, tenía decorado su sector con pósters y banderines rojiblancos. Los lunes, invariablemente, los pasa comentando los partidos con el carnicero de turno y analizando las estadísticas de la fecha con el diario deportivo abierto sobre la balanza.

A mí, tal vez por verme hacer las compras casi todas las mañanas, me tiene catalogado como "el cocinero" de mi casa. Siempre me pregunta, con un poco de sorna, qué plato exótico tengo pensado, y yo otorgo en silencio levantando las cejas.

Ayer a la mañana, cuando le pedí un kilo de naranjas, me preguntó:
–Para comer o para jugo –y después, mientras se inclinaba sobre el cajón que yo le había indicado, reflexionó en voz alta: –Para comer o para jugo, qué boludez, Díos mío…

A lado mío había una "nona" que, tal vez por estar un poco sorda, no amagó ni a un rictus de sonrisa. Unos metros más allá, acodado en un pequeño mostrador, el presunto padre de la cajera acababa de levantar un pedido y, fiel a su costumbre, despedía al corredor con malos modales.

–Qué se le va hacer . . . para comer o para jugo . . . es la costumbre –me dijo el verdulero, colorado por la risa, mientras miraba cómo se modificaban los números verdes en la pantalla digital de la balanza.

1 de noviembre de 2006

Seguridad para con uno mismo

Aunque desde hace un tiempo (sobre todo desde hace un par de meses) soy cada vez menos inseguro, a veces, cuando ando con la autoestima un poco baja, siento que si alguien me habla o pone cara de prestarle atención a lo que digo lo hace sólo por diplomacia.

Hoy Fausto cumple dos meses. A las cinco menos diez, hora casi exacta de su nacimiento, se despertó chillando y, en su particular modo de festejo, se puso a gritar con los ojos bien abiertos.

Desde el fin de semana pasado vengo escuchando Los Pájaros. Esa tarde caminamos con el bebé hasta el parque de Dorrego y Corrientes. En esas doce o quince cuadras soleadas pisamos tres o cuatro barrios: Palermo Viejo, Colegiales, Chacarita. El dudoso, teniendo en cuenta la distancia con la cancha de Atlanta, es Villa Crespo.

Más de la mitad del puesto de cedés grabados estaba ocupado por bandas de cumbia. Comiendo choripanes, a pocos metros de ahí, había un grupo de músicos que había bajado de una combi. Todos tenía el pelo largo y lacio y un traje blanco hasta debajo de las rodillas.

Como el perímetro del césped estaba enrejado y no conseguimos un lugar dónde sentarnos, volvimos después de hacer esa compra y de tomar un helado de palito. Pasamos por el super mercado y nos tiramos al sol unos minutos en la plaza Mafalda.

Pero de mi auto estima había planeado escribir en el post de hoy, en vez de tomar estas notas de diario. Ni pensaba decir que Los pájaros es menos ornamentado y tiene un sonido menos pop que los discos anteriores. El sábado o domingo, cuando volvimos a casa y prendimos el televisor, vimos cantar, en un programa de bailanta, al pelilargo que, en el parque, había pedido chimichurri.