31 de mayo de 2007

Papeles viejos

De un cuaderno de 1999:

(...)
En la esquina de Uruguay y Corrientes, mientras espero a que cambie la luz del semáforo, escucho al viejo que está a mi lado hablar por celular. Calculo que tiene unos setenta años y habla con tono dubitativo. "Esperame un poco, estoy en una cola larguísima . . . No sé a qué hora llego, depende de cuándo me atiendan acá", dice moviendo la cara en ese sentido, como si la persona con la que habla lo estuviera mirando. Enseguida lo pierdo de vista, entre toda la gente que cruza, pero en la vereda de enfrente lo reencuentro. Camino a su lado y lo veo pararse a mirar las carteleras del cine sin dejar de hablar. "Nooo, papá, lo del sábado se suspende al final", dice ahora. "¿No te comentó nada Alfredo? . . . Parece que Bochatón se enfermó y cancelaron la fecha . . . Después Alfred me tiró la idea de hacer un festi punk", explica, y aunque no puedo creer lo que dice y me gustaría seguir escuchando, sigo caminando para no llegar tarde a la oficina. En el ascensor leo una frase escrita con birome . . .
(...)

29 de mayo de 2007

Bahía, blanca

Sólo dos veces vi nevar en Bahía Blanca o la zona. La última fue en una mañana de invierno de 1991. Estaba en medio de una clase de geografía cuando, al ver cómo las gotas que caían junto a las palmeras del patio empezaban a emblanquecerse y a hacerse cada vez más pesadas, salí gritando del aula junto a todos mis compañeros. La primera vez, varios años antes, volvíamos con mi familia de Sierra de la Ventana. Cuando el asfalto se puso completamente blanco, mi papá decidió estacionar a un costado de la ruta. Mis hermanos y yo, también a los gritos, bajamos apurados para revolcarnos sobre esa superficie que no conocíamos. Después hicimos una guerra de bolas y construimos un muñeco gigante sobre el baúl.
Ayer volvió a nevar después de tantos años. Supongo que mis sobrinos, al levantarse de la cama, mirar por la ventana y ver todo blanco, también se habrán puesto a gritar.

A You Tube subieron, entre otros, estos dos videos de la jornada de ayer. El primero está filmado en Palihue, una zona residencial, y el segundo –al que, en un alarde poético, le agregaron música clásica– muestra los fondos de una casa de algún barrio de la ciudad.




23 de mayo de 2007

Parrilla al carbón (algunos a esto lo llaman poesía)

La otra noche estuvimos
con dos poetas de los noventa
aunque no sé si eran "de los noventa"
eran en todo caso dos tipos
de alrededor de cuarenta
que escriben poesía
cuando están inspirados.

Nos llamaban "los narradores"
y hablaban con gravedad
de palabras, de orillas lejanas
y de la omnipresencia del yo
en la articulación del lenguaje.
Pretendían saber qué pasaba,
si habíamos leído a Onetti
porque "no se puede escribir
sin haber leído esas páginas"
con el gesto ampuloso
con que un adolescente cuenta
"estoy leyendo a Cortázar".

En la mesa había una mujer
que de joven creía
que con
dos amigos de su edad,
o de su misma ciudad,
entraría en el canon.
Para eso había escrito
operado y hablado
en las últimas décadas,
ese había sido
su proyecto vital
encaminado al fracaso.

Pusieron más de cinco billetes
tras las tiras y el vino
pero como no estaban acostumbrados
a gastar "tanta plata
en narradores de ahora"
me preguntaron si les mandaría
algunos cuentos por mail.

Y bueno, le dije a mi amigo
ya en la vereda,
"comidas para llevar, ñoquis con tuco,
ambiente familiar, parrilla al carbón":
algunos a eso
lo llaman poesía.

16 de mayo de 2007

14 de mayo de 2007

"Melodrama" en Mil Mamuts

En el número actual de Mil Mamuts –revista trimestral de cuento latinoamericano dirigida por Alejandro Larre– se puede leer un relato mío, inédito y bastante largo –de unas diez o quince páginas de libro– titulado "Melodrama".

También hay cuentos de Fabián Casas y Elsa Drucaroff, un dossier sobre la chilena Alejandra Costamagna, y muchas cosas más.

La revista se consigue en estos puntos de venta, y, más allá de la inclusión de mi cuento, es muy recomendable.

11 de mayo de 2007

Mi barrio

Anoche, mientras escribía en silencio, escuché el ruido de un helicóptero. Pensé en mirarlo desde el balcón pero la persiana ya estaba baja. Esta mañana, mientras le daba la mamadera a mi hijo, vi la noticia por televisión: había habido un intento de robo, con tiroteo y policías heridos, a la vuelta de mi casa.

Un móvil transmitía en vivo desde el lugar de los hechos. A través de la cámara el barrio se veía diferente al que yo podía ver desde la ventana, como si fuera un recorte amplificado de lo que es en realidad. Hasta los detalles más familiares se veían distorsionados. Supongo que la sensación es parecida a la que uno tiene al ver ciertas fotos, escuchar su propia voz grabada o mirar filmaciones en las que aparece: ese que está ahí vengo a ser yo, piensa uno en esos casos, pero no se parece en nada a la idea que tengo de mí.

En cuanto al aborto del robo hubo versiones encontradas: el hombre que había sido encañonado dijo que una vecina había llamado a la policía, y, por otro lado, el comisario afirmó que un "móvil que patrullaba el lugar" había visto movimientos sospechosos "frente a la finca" y había "actuado con rápida prontitud". Cuando el conductor del noticiero se refirió al barrio como "Palermo Hollywood" tuve que cambiar de canal, un poco indignado, y al ver la noticia por Crónica TV el humor me cambió: firme junto al pueblo, este movilero no sólo no hacía mención a ese término ridículo, sino que a esta zona de la ciudad la llamaba "Colegiales".

(Y hablando de eso, como para ir calentando el ambiente: la semana pasada, en las oficinas de Entropía, me enteré de que ya se viene el –hasta ahora conocido como–"libro de los barrios", una antología, compilada por Juan Terranova, que cruza a casi treinta barrios porteños con la misma cantidad de autores argentinos nacidos en los años setenta y principios de los ochenta. El barrio en torno al cual girará mi texto es, por supuesto, Colegiales)

9 de mayo de 2007

Entrevista a Rafael Ferro

A Rafael Ferro lo incomoda dar entrevistas. O al menos eso asegura apenas comenzado el reportaje: "Está bueno tener una charla interesante, pero no me gusta cuando la nota sólo sirve para llenar espacios en las revistas". Esa premisa, la de no ocupar espacios en vano, también parece haber guiado el rumbo de su vida: Ferro fue jugador profesional de squash en Alemania hasta los veinticinco años, y en el apogeo de su carrera, cuando se dio cuenta de que el deporte ya no lo hacía feliz, abandonó todo y volvió a la Argentina para estudiar teatro. "Yo tengo la teoría de que cada tanto hay que reinventarse, romper todo y empezar de nuevo, así me pasó con el squash y en cualquier momento me puede llegar a pasar con esto." Con "esto", Ferro se refiere a la profesión de actor que hoy, a sus cuarenta y dos años, lo encuentra formando parte del elenco de La Lola, la tira emitida por América.

–¿Te aburriste de la actuación?

-No me aburrí de la actuación en sí misma. Disfruto del trabajo pero no del entorno, de la cosa de la exposición. Todo es muy hipócrita, porque parece que a veces sólo importa la fotito. Se dicen muchas pavadas, vos viste lo que es el circo que hay alrededor.

-¿Qué otras cosas te molestan del ambiente?

-Me desagrada la forma en que está medido el triunfo, los parámetros que se usan para medir el éxito. Ahora parece que el triunfo es sólo tener rating y ganar mucha plata. Al que piensa que triunfar es eso yo le diría "retirate y producí una película buena en serio en vez de seguir con los mismos programas". Hay muchos que ya tienen millones y lo podrían hacer tranquilamente.

En La Lola Ferro encarna a Gastón Sac, el primer personaje cómico de su carrera. Después de interpretar papeles serios en tiras como Resistiré y El tiempo no para, y de actuar en películas "de autor" como El buen destino y La mano de Dios, hoy siente que el público le agradece el hecho de hacerlo reír.


–Al principio tu personaje era más serio, ¿cómo lo compusiste?

–Es que al principio siempre pasa lo mismo: viene el guionista y te dice cómo tiene que ser el personaje. Pero después pasa lo que les debe pasar a los futbolistas: el director técnico te dice "parate en la derecha", pero cuando la pelota se mueve ya empezás a jugar vos. Uno al principio obedece y está durito, y después empieza a meter cosas suyas. Está bueno meter lenguaje propio. Además en La Lola tenemos mucho margen para improvisar, y eso te da mucha libertad.

–¿Qué te dice la gente en la calle?

-La gente te mira, muchos te dicen algo, en general es muy cordial el trato. Me tiran buena onda, pero yo extraño el anonimato. No podés darte el permiso de estar borracho en algún lado porque sabés que todos te van a mirar más. A mí me gusta el laburo, te repito, pero me gusta preservar la intimidad. Hay algo en que no transaría que es el tema de la invisibilidad de la gente.

-¿Sentís que les cuesta despegarte del personaje?

-Sí, eso pasa, hasta algunos me hablan como si fuera Gastón. Muchos no veían humor en mí, no creían que yo podía ser un tipo divertido, inclusive los mismos actores, mis compañeros, que no me habían visto hacer comedia. Me veían muy serio, muy formal.

-¿Y vos te ves más parecido al personaje de la comedia o al de los papeles serios?

–Tengo un poco de todo. Te diría que soy bastante ciclotímico, porque me la paso haciendo jodas y cagándome de risa en los pasillos, pero también tengo mi parte melancólica, depresiva. En el fondo soy tímido, pero cuando vos me conocés soy insoportable y excesivo. Lo que pasa es que también tengo una parte que se averguenza de eso y vuelve a meterse para adentro. Yo me defino como un payaso negro, porque me gusta mucho el humor, pero cuando caigo voy hasta al fondo… Aunque ahora no puedo caer tanto, porque tengo tres hijos.

Los tres hijos de los que habla Ferro se llaman Lorenzo, Matilda y Antonio, y tienen nueve años, seis años y seis meses respectivamente. Los dos primeros son fruto de una pareja anterior, y al bebé lo tuvo junto a Rosario, su actual mujer, una montajista de cine "divina". El tema de la familia aparece varias veces durante la charla. "La convivencia siempre es difícil –afirma–, hay que luchar todos los días para que la cotidianidad no aplaste lo demás, porque siempre aparecen los problemas por los detalles más chiquitos, los enojos por la pasta de dientes mal apretada, por los spaguettis recalentados…". Ferro vuelve a mencionar a los hijos cuando se le propone hacer un balance de su carrera.


–Estoy conforme –cuenta–, yo empecé grande, a los veinticinco, y me fui metiendo rápido, podría haber rebotado. Claro que siempre está la disyuntiva de cualquiera que supone que trabaja con algo creativo. Uno cuando empieza dice "voy a hacer cine ruso", y termina haciendo televisión. A veces pienso "no hago tele nunca más en mi vida". De hecho no actuaría más, porque ya cumplí un ciclo. Pero por otro lado sé que tengo tres hijos y que a veces hay que transar. Lo difícil es saber hasta qué punto.

–¿Y si hoy te retiraras qué harías?

-Me encantaría ser director de cine. Porque soy un amante del cine y un director frustrado, pero no te digo que lo voy a hacer. Quizás a los ochenta años lo haga, no importa el tiempo. Me fascinaría, pero le tengo demasiado respeto al oficio. Viste que ahora dirigen todos, todos escriben guiones. Da un poco de pudor, porque por ahí te podés pasar toda la vida para hacer bien una sola cosa… Ahora volví a jugar al tenis, y si pudiera volver quince años atrás volvería a dedicarme a eso y dejaría la actuación.

De tanto planificar futuros novedosos y de reinventarse para cambiar de piel, Ferro ve su época anterior a la actuación como algo lejano, como si la hubiera vivido otra persona. De aquella etapa juvenil también surge el recuerdo de su no tan tormentosa relación con las drogas y del descubrimiento de su propio histrionismo.


-De chico era un niño burgués, rico. Jugaba al tenis y después empecé a jugar al squash. Jugaba en Primera, viajaba, me contrataron de un club de Alemania. Era una vida muy diferente. Ahora soy como una especie de James Dean del squash, porque era muy bueno. Tenía talento, de hecho mucho más que para la actuación. Pero al mismo tiempo me gustaba mucho la farra, y mi relación fuerte con las drogas fue al final de esa época.

-¿Cómo convivían el deporte y las drogas?

-Convivían como dos extraños. Yo era muy bardero. Encima cuando me fui a Europa era la época del boom del extasis, y yo tenía la filosofía de que para deshechar tenés que probar todo. Con un par de amigos squashistas combinábamos entrenamiento con boliche, y por ahí pasábamos de largo. Fueron años salvajes, muy divertidos.

–¿Y cuando volviste a Argentina empezaste a actuar?

-Volví porque quería estudiar teatro. Me di cuenta de que me encantaba, de que eso era lo que quería hacer, y que al deporte había llegado como por inercia. En cambio el teatro fue algo que desde las primeras clases me dije "uh, esto es un caño". Ya en la última etapa del squash entregaba más show que juego y me empezaron a multar por eso. Le daba un show a la tribuna: hacía chistes, me peleaba con los referís, hacía bardo, mostraba el culo …

Dos años atrás Ferro protagonizó Squash, una obra de teatro autobiográfica, dirigida por el escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky, en la que repasaba su vida con lujo de detalles, desde su infancia acomodada hasta su actual oficio, pasando por la etapa de deportista, los "años salvajes" y el conflictivo vínculo con sus padres. La relación laboral y amistosa entre el actor y el director había comenzado en el 2004, cuando Ferro protagonizó Ronda Nocturna, una película dirigida por Cozarinsky. "Pese a la diferencia de edad nos hicimos amigos, compinches –cuenta Rafael–. El me mostraba su noche y yo la mía. A él le gusta la milonga, el tango, y yo lo llevaba a Club 69. Eramos como adolescentes, él me mostraba el champagne y yo le mostraba otras cosas… Y cuando le ofrecieron hacer un biodrama a él se le ocurrió que un actor en escena contara su propia vida. Y como quería hacer algo con el deporte, le cerró que yo lo protagonizara."


–¿Y cómo fue la experiencia?

–Muy intensa. La obra me generaba problemas psicológicos. Cuando la empecé a hacer tenía dudas, me parecía demasiado narcisista hablar de mi vida. Y también era fuerte porque me representaba todos los días, y había un actor haciendo de mi mamá, otro de mi papá… Entonces tuve mis problemas, que los tengo siempre, pero en ese momento más todavía.

–¿Qué opinaron tus padres?

–Mis padres no la pudieron ir a ver, porque obviamente hablaba mal de ellos: no me iba a perder la oportunidad de hablar mal de mis viejos. Pero sí se enteraron por otro lado. Fue fuerte, porque se trataba de contar mi vida, y se quiso contarla toda. Pero por ahí te das cuenta de que mostrando cómo un tipo dobla una servilleta, o cualquier otro detalle, estás contando más que si mostrás algo grande. Entonces nos pasó eso, se quiso contar mucho y no se enfocaba en nada, como dice la frase: el que mucho abarca poco aprieta…

–¿Qué cosas hubieras preferido no contar?

–Es que yo contaba todo. Estaba totalmente expuesto: había una línea de merca que ocupaba todo ancho del escenario y yo la tomaba toda… Ahora me pregunto qué necesidad había. Era muy amarillista contra mí mismo. Yo soy medio explosivo y salió así. Aunque no me arrepiento, hoy haría otra versión, pero ya sería el colmo del narcisismo.

Si bien nunca abandona el tono amable, Rafael se muestra más a gusto cuando la charla se ancla en una de sus pasiones: la literatura. Confiesa que se siente un escritor frustrado, menciona los últimos libros que leyó, pregunta por títulos que aún no conoce, y cuenta que a Antonio, el menor de sus hijos, lo bautizó con ese nombre en homenaje a Antonio Di Benedetto, su escritor favorito.


–¿Algún día te animarás a publicar lo que escribís?

–Me encantaría poder hacerlo, pero lo haría con un seudónimo, para no engancharme con esta moda de actores-que-escriben. No quiero que me cataloguen así. Tendría que ponerme otro nombre, porque si no voy al muere. Salvo que hiciera una especie de diario del sub mundo de la actuación.

–¿Y qué contendría ese diario?

–Sería un diario con las cosas más oscuras del ambiente: drogas, sexo … Tengo cosas bastante jugosas y heavies sobre todo lo que no se ve, sobre las cosas que pasan en las bambalinas, en los pasillos. Tendría que tomarme el trabajo de escribirlo bien, y ahí sí pondría mi nombre.

8 de mayo de 2007

Campo

El fin de semana estuvimos en un campo de la zona de Nueve de Julio. Mi mujer y el bebé viajaron el viernes a la tarde. Esa fue la primera noche que pasé lejos de ellos después de ocho meses. El sábado, antes de subir a la combi, conocí a mi ocasional compañera de ruta: una chica de diecisiete años que volvía a Bragado luego de haber visitado a sus hermanas mayores. Conversamos durante buena parte del viaje, y cuando se bajó –por atender a la persona que me pedía que dejara libre el pasillo– no pude saludarla como correspondía. Supongo que si en la charla no hubiera salido el tema del blog ese detalle me habría provocado un sutil malestar, pero como ella había anotado la dirección en su teléfono pensé que tendría el consuelo de poder escribir estas líneas.

Bajé en la ruta. Melina me esperaba con el bebé y los padres de su amiga en el nacimiento de un camino lateral. Al reconocerme, Fausto gritó y estiró los brazos para tirarme del pelo. Al día siguiente visitamos los pueblos vecinos, salimos a caminar y nos sacamos fotos con las ovejas y los caballos. Hace un tiempo escribí un proyecto de cuento que podría haber estado escenificado en ese mismo lugar. El dueño de casa nos mostró las instalaciones, hizo un asado y me enseñó a hacer huevos fritos a la parrilla. La noche anterior, mientras comíamos, él había sido claro al delimitar su posición:

–Soy rosista, oligarca, conservador, militarista y gorila –me dijo, con ese tono de voz.

Bueno, pensé, al menos de corrección política no se lo puede acusar.

2 de mayo de 2007

"Asimetrías del vacío" - en Bazar Americano

(Publicado en el número de abril de Bazar Americano, el sitio de la revista Punto de Vista)

Por Matías Moscardi


Sobre Ignacio Molina, Los estantes vacíos,

Buenos Aires, Entropía, 2006. 188 páginas.


[...] intentando imaginar una cara para la voz que acababa de oír. Una sensibilidad asimétrica abre Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), publicado por la editorial Entropía, en 2006. Dos personas –el narrador y una chica recostada a su lado– comparten los auriculares de un walkman, en el micro. De un lado, conectado, el narrador escucha los graves de la música y se pregunta si por el otro audífono, simultáneamente, estarán entrando en la cabeza de Manuela los sonidos agudos. Como si el lenguaje de la mirada fuera siempre parcial, trazando por defecto una zona hipotética, un contrapeso narrativo que irradia de la suspensión, en equilibrio con lo explícito, con el alcance cómodo y efectivo de lo visible. Los personajes hacen de lo que miran y escuchan una insuficiencia que necesita ser decodificada o constatada. Por ejemplo: el narrador de “El sistema”, que en el medio de un recital de “cumbia romántica”, intenta descubrir los acordes que ejecuta un bajista sobre el diapasón; o la narradora de “Diapositivas”, que tira un papel plateado en un cantero con la promesa de comprobar su permanencia, al día siguiente. Pero los personajes no pueden traspasar, ni en sus percepciones ni en sus acciones, la línea que divide el saber de lo supuesto. Por eso, las notas quedan en un espacio de desciframiento y nadie vuelve a constatar la existencia del papel plateado.


[…] me gustaba pensar que, mientras yo estaba quieto, aún se movía el sistema de poleas activado por mí. Los cuentos proceden velados con una percepción concreta, con un registro límpido, dispuestos en la superficie para cubrir otra cosa, quizás el punto de tensión en donde lo cotidiano se fisura dejando entrever, como a través del desgarro de una tela, el destello posible de un relato. De ahí que lo inacabado sea lo común, lo compartido en el libro de Molina. Porque los cuentos se detienen antes, como si se quedaran sin fuerza, y hacen de un stand by narrativo, una suavidad intensa. La física dice que si un móvil acelera en la mitad de un recorrido, en lugar de aumentar, la velocidad disminuye. Digamos: la aceleración produce quietud. En cambio, Molina frena para acelerar, y sus cuentos generan un ritmo que hace del estatismo una dinámica, y extendiendo la metáfora: del corte una continuación. De ahí la serie que forman “Espirales”, “Los estantes vacíos” y “Brasil tiene esas cosas”. De ahí, también, sus puntos de hilación: escenas pausadas en el momento del tránsito, como el final de “Los estantes vacíos”, en donde Natalia, mientras paga una pizza, siente la temperatura de la muzarella tras el cartón. O como el final de “Seis novelas”, en donde Camila y Nahuel llegan a la conclusión de que los sueños siempre se cuentan en pretérito imperfecto.


(La reseña completa, clickeando acá)

1 de mayo de 2007