Ayer fui a Rentas de la Ciudad, un lugar al que sólo volvería si alguien me pagara con billetes de cien. Luego de once meses de trámites (kafkianos, diría si nunca hubiese leído a Kafka), el burócrata mayor del edificio se dignó a firmar el formulario de baja de Ingresos Brutos del negocio que, durante el año y medio anterior, yo había tenido en una esquina desértica de Villa Urquiza.
–Te digo una cosa –me aconsejó un hombre con pinta de jubilado, que estaba delante de mí en la cola, luego de preguntarme la edad–, acá tenés que pasar desapercibido, nunca te anotes en nada. Este país es así, si hacés las cosas por derecha te matan. Yo trabajé toda mi vida, y ahora me piden hasta la patente del barco que trajo a mi abuelo de Italia.
Otro hombre, que volvía de sacar unas fotocopias que le habían pedido en la ventanilla de al lado, terció en la conversación:
–Además, estos tipos viven de Rentas –dijo, supongo que sin advertir el doble sentido de su afirmación, señalando a dos empleados que tomaban mate frente a una computadora apagada–, por eso se empeñan en sacarte la guitarra; toda para ellos se la quedan.
Cuando, después de hacerme esperar quince minutos y de buscar mi expediente entre una montaña de sobres de papel madera, el jefe de área me mostró el sello y la firma estampados al pie del último formulario, sentí que me sacaba de encima una mochila de cien kilos.
Para celebrar había planeado darme una vuelta por las librerías de saldos de la calle Corrientes, pero supuse que se me había hecho tarde. Miré un reloj de pared en la planta baja. Era cerca del mediodía; tenía que volver a trabajar.
Al salir del edificio por la puerta giratoria me crucé con el descendiente de italianos. Esperaba sentado en la pequeña escalinata. Lo habían mandado a una ventanilla del tercer piso, y ahí le habían pedido que volviera a las dos de la tarde. Lo saludé con un apretón de manos y me dio culpa decirle que yo, en la carpeta que llevaba bajo el otro brazo, ya tenía la firma; con cara de resignación y gesto de complicidad, le mentí que debería volver en quince días hábiles.
29 de junio de 2005
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7 comentarios:
Excelente relato, Molina. Por lejos de lo mejor del blog...
Gracias por las flores, Vico. Si vos lo decís...
¿En qué esquina desértica de Villa Urquiza? Pregunta un vecino de Villa Urquiza.
En Alvarez Thomas y Mendoza, Lyon. En el vértice de una manzana triangular.
Vivíes en Urquiza, Lyon? Yo pensé que vivías en la selva (chiste malísimo)
Jajaja, vivo en La Siberia, así le dicen a la esquina de mi cuadra
Cool blog, interesting information... Keep it UP »
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