Despliego la cuenta del teléfono frente a la ventanilla del Pago Fácil, pero el policía que está parado en la puerta del kiosco me frena con señas.
–Tenés un retraso de diez o quince minutos –me dice.
“No, de ocho o nueve años”, estoy a punto de responderle, pero enseguida me doy cuenta de lo que habla: en segunda fila estacionó un camión de caudales, y los empleados de la empresa se disponen a llevarse la recaudación del negocio.
Una vez, hace siete u ocho años, yo trabajé en esa empresa. Las oficinas centrales, por llamarlas de alguna manera, quedaban en una zona oscura y elevada de La Boca, a pocas cuadras del Riachuelo. Mi tarea consistía en contar el dinero que los camiones traían de los comercios y de los Bancos. Encerrados en cabinas individuales de dos por dos y paredes transparentes, los empleados recibían los fajos de billetes y las monedas en grandes sacos y consignaban las cifras que arrojaban las cuentas en una computadora. No podían hablar entre ellos, y, para alejar las manos de la mesa de trabajo, debían mirar a la cámara que colgaba del techo de la cabina y avisar en voz alta, por ejemplo, “voy a toser” o “me voy a rascar un tobillo”. Las seis jornadas semanales eran de nueve horas diarias, de diez de la noche a seis de la manaña, y el sueldo era de 450 pesos.
-Claro que con el presentismo aumenta a 475 –nos había dicho sonriendo la encargada de Recursos Humanos, una rubia de unos veinticinco años, a los empleados que empezaban a trabajar la misma noche que yo, una mujer mayor de cuarenta y un hombre de alrededor de cincuenta.
Cuando escribo que una vez trabajé en ese lugar, es literal: esa primera madrugada, mientras empezaba a dolerme la cabeza y desde el 64 que me devolvería a Belgrano miraba los fondos de la Casa Rosada, pensé que ese trabajo no era para mí. O, mejor dicho, que ese trabajo no era para nadie pero que yo podía darme el lujo de renunciar. Al llegar a mi casa, y aunque no tenía hambre, rompí el ayuno y diluí tres aspirinas en un café con leche. Después vomité, bajé las persianas y esperé a que se hicieran las diez para llamar a la encargada de Recursos Humanos.
–A ese centro clandestino de trabajo no voy más –le informé intentando sonreír, y ella me dijo que esa misma tarde podría pasar a buscar la plata que me correspondía por las nueve horas de servicios prestados. Yo le agradecí por todo, y me quedé a oscuras, en la cama, hasta el anochecer. Creo que ese día empezaron mis migrañas.
(también en El Remisero Absoluto)
12 de julio de 2006
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7 comentarios:
muy buen post, molina. lo de avisar a la cámara...!
Lo único bueno que tienen esas experiencias es que después que uno las sufrió, puede tenerlas a mano para convertirlas en buena literatura. El laburo tiene esas cosas, lo nutre a uno de anécdotas increíbles. Sin desmerecer su sufrimiento Molina, por supuesto.
me lo imagino molina: "voy a e e est or nud aaachus !" o "voy a pestañear, otra vez, otra vez, otra vez...", q locura
muy buena la reseña de los estantes en perfil
salu2
con esto te perdiste el sponsoreo del grupo macri en "los estantesII..". alejandro
yo salí con un chico que trabajaba en el casino. también estaba acostumbrado a mostrar las manos cada diez minutos.
yo también tengo registrado el día que empezaron mis migrañas, tenía como 12 años y fue en Uruguay. Hoy casi desaparecieron, ¿las suyas?
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