26 de septiembre de 2007

La plazoleta

La primera vez que, por mis propios medios, crucé en colectivo el puente de Juan B. Justo, fue en una mañana de otoño de 1992, una de las tantas veces que me rateé solo al colegio. Ese día caminé hasta la zona del parque Las Heras y me subí a un 60 para conocer la galería Churba de Cabildo y Juramento. Yo había llegado a Buenos Aires en marzo de ese año, y, hasta entonces, la ciudad para mí era la franja delimitada por el río, la avenida Córdoba y las plazas Francia e Italia.

A partir del año siguiente esos márgenes empezarían a ensancharse, y la zona de Cabildo y Juramento sería el escenario de mis primeras buenas trasnochadas porteñas. Pero por aquel entonces, en el 92, algunos de mis compañeros de colegio hablaban de esa esquina con la misma lejanía y fascinación que si hablaran de la quinta avenida de Nueva York.

Bajé del 60 frente a la plaza de la iglesia redonda. Después de conocer esa parte de Belgrano, de entrar a la galería y de subir y bajar por sus rampas espiraladas, decidí volver caminando. Tomé una calle paralela a Cabildo y me fui desviando sin rumbo fijo, notando cómo la ciudad se iba achatando a cada cuadra, hasta que, tras bordear un terreno baldío gigante, llegué a una plazoleta descuidada enclavada en una esquina de barrio. Aún no era el mediodía. Vi jugar a unos nenes de dos o tres años, y, al sentarme al sol, me pareció notar cómo las mamás me miraban extrañadas, como preguntándose, supuse, de qué colegio era mi uniforme.

A mediados del año siguiente nos mudamos al edificio que había en esa misma esquina, justo enfrente de la plaza. Cada vez que miraba por la ventana me veía sentado ahí, con ese uniforme que con el paso del tiempo se me iba haciendo cada vez más ridículo. En esa época, a la plazoleta empezaron a remodelarla cada seis meses. Podaban los yuyos, modernizaban los juegos, arreglaban el alambrado perimetral, ponían césped, agregaban areneros, pintaban el muro que la separaba de una casa.

Ahora, tantos años después, vivo con mi propia familia en ese mismo barrio, a menos de tres cuadras de esa esquina, y algunas mañanas llevo a mi hijo a la plazoleta. La persiana del cuarto en el que pasé casi toda mi adolescencia está siempre baja y la plazoleta, aunque no tiene ni un centímetro de césped, está impecable. Hay bancos fijos de madera barnizada, juegos en buen estado, areneros amplios y limpios, y hasta dos mesas empotradas al suelo con tableros de ajedrez dibujados.

Esta mañana, mientras Fausto andaba en su autito y le hacía señas de lejos a una nena, vi a un loco entrar en la plaza. Era pelado y tenía anteojos culo de botella. Se sentó a la mesa de ajedrez y se puso a repetir frases como: “está bien, por cinco mil euros por mes cerramos contrato”. También había unos pibes en equipos de gimnasia que se reían de cualquier cosa y se empujaban entre ellos. Tenían unos diecisiete años, y durante un segundo tuve la certeza de que eran los nenes cuyas madres me habían mirado extrañadas hacía quince años ese mismo lugar.

Había mucho sol, Fausto la estaba pasando bien y así, lejos del ruido y cerca del pasado, los minutos parecían alargarse. Podríamos habernos quedado ahí varias horas más, pero él tenía que comer y yo tenía que volver a trabajar. Cuando nos estábamos yendo, nos cruzamos a un chico con uniforme de colegio secundario. Era alto, desgarbado y parecía andar sin rumbo fijo. Entró en la plaza, se sentó en un banco y se puso a ver jugar a la nena. No te preocupes, le dije a Fausto en voz baja, vos vas a andar sin uniforme, yo te voy a mandar a un colegio estatal.

1 comentario:

Pola dijo...

Qué lindo cuando Ud. escribe así Molina!!!
Queremos más!

Saludos