8 de agosto de 2008
Un instante de distracción
Por la ventanilla del colectivo, durante un poco más de lo que dura un semáforo en rojo, veo los segundos posteriores a un accidente fatal. En el asfalto, un cuerpo tendido boca abajo sobre un charco de sangre. Dentro del auto, el conductor se cubre la cara con las manos. La mujer que va en el asiento del acompañante lo abraza, le acaricia el pelo, lo trata de calmar. Alrededor, como salidos de la nada, se empiezan a juntar los curiosos. Es algo que pasa siempre cuando hay un accidente: parece que la esquina está desierta, que no hay nadie en ningún lado, pero a los diez segundos del ruido del choque ya se juntaron veinte personas. Salen de los negocios, de los edificios, de debajo de las baldosas. Las viejas interrumpen la siesta o el programa de chimentos y salen al balcón. Aunque es clara la muerte, alguien ya estará intentando llamar a una ambulancia. Supongo que al colectivero le gustaría seguir curioseando, pero ante la luz verde y los bocinazos de los autos de atrás tiene que arrancar. Algunos se levantan de sus asientos para –tomados del pasamanos– poder seguir mirando la escena hasta que el giro en la siguiente esquina se los impida. La última imagen que tengo es la del conductor saliendo del auto para, calculo, acercarse al cadáver. Menos de dos minutos atrás los dos vendrían muy tranquilos pensando en sus cosas: el parabrisas un poco sucio, el laburo atrasado en la oficina, la marca de vino para el asado de la noche, la minita que pasaba por ahí. Ahora, gracias a un instante de distracción, ya nada será igual. El presunto homicida se acerca al cuerpo de la víctima y oye la alarma breve del teléfono que sale de un bolsillo del sobretodo. “no tardes. trae facturas. beso”, podría llegar a decir el mensaje de texto.
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