Todavía escuchaba los graves de la música y ya estaba arrepentido de no haber anotado el teléfono de Mariela. Ezequiel, el amigo suyo que vivía por mi barrio, manejaba con la mirada fija en la parte del asfalto iluminada por el coche.
–No me di cuenta de que había llovido –dije mirando el agua que corría pegada a los cordones, al tiempo que él prendía la radio y subía el volumen. Enseguida supe que no me había escuchado, y repetí las mismas palabras con el tono espontáneo de la primera vez.
Después de no oír una respuesta, y ya sin el peso de no haber intentado iniciar una conversación, me dediqué a mirar hacia afuera arriesgando cantidades: la de canciones que escucharía hasta bajarme, la de pesos que gastaba por mes en colectivo, la de días que faltaban para el próximo verano . . .
Justo cuando el locutor pisaba la introducción del quinto tema, Ezequiel frenó algunos metros antes de la camioneta que yo le había señalado. Giró la cabeza y me dijo que nos veríamos. Lo saludé con la mano deseándole suerte.
Desde algún tiempo atrás le alquilaba a una señora Fuster una pieza construida en la terraza de su departamento, el más alejado de la vereda en un PH antiguo de Palermo Viejo.
Prendí la estufa, me tiré sobre la cama deshecha. Con el frío que había juntado en el pasillo me quedé vestido hasta que el ambiente se calentó. Ya debajo de las sábanas, al masticar saliva, sentí que no me había lavado los dientes. Pero estaba tan cansado que preferí el gusto feo a la incomodidad de tener que buscar la llave del baño y caminar por la terraza, sin ropa y descalzo, a esa hora del amanecer.
Me dormí enseguida, menos por la mínima cantidad de alcohol que había tomado que por el calor de la estufa, y recién me desperté a las cinco de la tarde del domingo, un poco mareado pero sin dolor de cabeza.
Corrí las cortinas y miré por la ventana; no habían pasado más de doce horas pero ya era casi de noche otra vez. El cielo estaba cubierto de nubes y cada tres segundos, como anticipándose a la lluvia, goteaba una de las canillas de la pileta.
En el almacén de la otra cuadra compré una bolsa de pan, cincuenta gramos de paleta y cincuenta de queso. Volví a la pieza, puse agua para un café en el calentador. Me hice cuatro sándwiches sin mayonesa y los comí escuchando la radio.
Horas más tarde, casi de madrugada y obligándome a dormir, intenté calcular la cantidad máxima de cifras que tendría que combinar para deducir las cuatro últimas del teléfono de Mariela sabiendo las tres primeras.
***
2 de junio de 2009
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1 comentario:
Ahora me explico mejor cómo es que te sabés "Los estantes vacíos" de memoria.
Grosso.
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