Vamos a la costanera norte a pescar con nuestros hijos. Aunque pescar es una forma de decir: las cañas de diez pesos que compramos en un puesto tienen líneas que no llegan al agua. Pero ellos no lo alcanzan a ver: las meten por los agujeros de la baranda que nos separa del río y se quedan, por un rato, contentos así. Mi hermana no puede entender a la gente que viene a ver despegar y aterrizar a los aviones. Familias del conurbano o del sur de la ciudad que estacionan sus autos en la avenida y se ponen a mirar por entre las rejas del aeroparque como si estuvieran presenciando un espectáculo. Acodado en la baranda, pienso que si el agua fuera menos turbia podría reflejar algún vuelo. Imagino lo que verán los que van en ese avión que se aleja: la ciudad como una maqueta, el verde de las veredas y la hilera de árboles y, entre todo eso y el agua, el sombrero de mi hijo como una mancha amarilla cada vez más imperceptible. Desde sus puntos de vista, supongo, yo no tendría que preocuparme por nada.
24 de julio de 2009
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1 comentario:
Lo que se mira, me parece, son las ganas de volar y de irse lejos.
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