Desde hace cuatro o cinco años que veraneo en Uruguay. En pareja siempre nos alojamos en bungalows o casitas baratas de la costa de Rocha: Punta del Diablo, La Pedrera, Aguas Dulces. Ahora, en esta extraña etapa, caigo durante una semana en el departamento que mi mamá alquiló por todo el mes en Punta del Este.
Y hay que hacer la salvedad, porque Punta del Este no tiene nada que ver con ningún otro lugar de este país ahora gobernado por un dudoso gobierno "de izquierda": es más bien como la embajada de una nación extranjera, mezcla de Niza, Miami, Pocitos y San Isidro, en un borde del territorio charrúa.
También estuve en Punta del Este en enero de 1995. Tengo presente que en ese mes murió Monzón, porque recuerdo haber leído la noticia en la playa en un Clarín todavía en blanco y negro. Yo tenía 18 años y el pelo largo hasta la mitad de la espalda, y por cuestiones ideológicas y de estilo me sentía un outsider.
Sin embargo, salía con un grupo de amigos todas las noches y volvía un tanto borracho al amanecer. Una madrugada, a la salida de un boliche y luego de una discusión no zanjada por un problema de chicas, un grupo de uruguayos (entre los que se encontraba el hijo del entonces presidente, Lacalle o Sanguinetti, no recuerdo bien) nos persiguió desde Montoya más de 30 kilómetros en auto. Nuestro error táctico fuer darnos cuenta de la persecusión muy tarde, recién cuando yo bajé frente a la casa en que paraba. Mientras me bajaba del coche saludando y haciendo los últimos comentarios, escuché que alguien me decía desde el interior "uy, loco, mirá para atrás", y no alcancé a dar más de cinco pasos antes de tener que esquivar un cross que iba directo a la mandíbula. Después hubo más piñas, patadas, gritos ("argentinos de mierda", "Francescoli puto", etc.), vidrios rotos, plantas destruidas y narices ensangrentadas. La pelea terminó cuando uno de mis amigos, tirado en la calle de tierra y al ver que el cabecilla del bando contrario sacaba un revólver de la gaveta de su auto, fingió un ataque de epilepsia y gritó que estaba a punto de morir (todavía me parece oír la voz de otro de mis amigos que le siguió el juego: "paren che, se muere, se muere...).
Los gritos habían despertado a mi familia y a casi todo el vecindario. Una hora después, cerca de las nueve de la mañana, despedimos a los uruguayos, por sus nombres de pila, con apretones de manos, palmeadas en las espaldas y promesas de compartir unos chivitos canadienses.
En esa época (o tal vez unos años antes) yo fantaseaba con que algún día, cuando el socialista Frente Amplio llegara al poder, las casas más lujosas de Punta del Este, expropiadas, se transformarían en viviendas populares, y con que se constuiría un hospital de niños en el Conrad Hotel. Ahora pienso que, si una madrugada, intentará buscarme roña algún tupamaro arrepentido, no dudaría ni un segundo en agarrarlo a trompadas.
25 de enero de 2006
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5 comentarios:
Le deseo una estadía más amigable que la del recuerdo.
Muy bueno
Saludos
Qué anécdotas Ignacio! Yo también fui a Uruguay el año pasado, a esos lugares, en pareja...
Pelo por la mitad de la espalda... no lo hubiera imaginado.
Saludos
LM
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