28 de marzo de 2006

González

Escuché la voz de González, el portero del edificio de al lado, a tra­vés de la ventanilla por la que atendía a los clientes:
–Flaco, hoy hace treinta años que me metieron en cana –me dijo como al pasar mientras terminaba de barrer la vereda.

"Si no la contaba se moría", decía mi viejo cada vez que alguien –el mozo de un bar o un conocido que nos cruzábamos por la calle– se ale­jaba con una sonrisa de satisfacción luego de contar­nos su anécdota. Re­cordé esa frase mientras le preguntaba a Gonzá­lez "¿a quién boleteaste?", antes de abrirle la puerta del local suponiendo que ésta superaría en calidad a su promedio de historias.

González entró, buscó un Jorgito blanco en la caramelera, apoyó la escoba contra la heladera exhibidora y contó algo más o menos así:

–Sí, hace treinta años volvió Perón. Pero esto no tiene nada que ver, o casi nada. Calculá que yo tenía quince años. Vivía en Mar del Plata, y a veces, como mi viejo me mandaba a laburar, ha­cía changas ayudando a un tipo que colocaba alfombras y corti­nados . . . Sí, cuando me iba mal en la escuela . . . Bueno, re­sulta que un día, volvía a mi casa a la tarde, y me para un pa­tru­llero, salió un tipo, un cana de civil, me metió adentro a los golpes, y en el asiento de atrás me siguieron pegando. "¿Adónde está la guita, pibe?", me decían. ¿Qué mierda pasaba? . . . Yo no enten­día nada, no podía ni ha­blar. Cagado en las patas estaba . . . Sí, quince años tenía, un pendejito era . . . Perá que te cuento . . . Parece que a una señora, una vieja, que le habíamos he­cho un laburo en la casa, le falta­ban como 40.000 dólares de la caja fuerte. Le habían afa­nado, y cuando fue a hacer la denuncia y le pre­guntaron de quién sos­pe­chaba me mandó en cana a mí . . . Sí, vieja de mierda . . . Yo no tenía nada que ver . . . No, qué me van a soltar en­se­guida. Más de un día me tu­vieron ence­rrado . . . Y los canas estaban convencidos de que yo era el chorro, o se hacían los que estaban con­vencidos. A la noche me si­guie­ron pegando, me preguntaban por la guita y ahí me contaron que la vieja esa me ha­bía botoneado mal, y después me torturaron para que firme un papel: las manos contra la pared y pi­cana en los testí­culos . . . sí, picana . . . firmé una declaración o algo así . . . Al otro día mi vieja me llevó dos sángu­ches de milanesa así gigantes a la comisaría, y los gua­chos no me dieron nada, me los mostraron y se los comieron ellos . . . Al final me lar­ga­ron, pero quedé enganchado. Mi viejo se gastó no sé cuánta guita en un abogado y quedé como inocente, pero la vieja esa se­guía pen­sando que era yo. Una vez se cruzó a mi vieja en la calle y le dijo "cuide mejor a su nene" . . . Sí, picana en los testículos, no sabés cómo quema . . .

Supongo que, si en ese momento no hubiera habido una clienta es­cu­chando, González habría gesticulado más y, en vez de "los testículos", habría dicho "los huevos" o "las pe­lotas".

*

Ese invierno tuve que dejar el kiosco, y al verano siguiente fui a pa­sar unos días a Mar del Plata con mi novia. Una tarde nublada salí del hotel, crucé la calle, y no me sorprendió escuchar la voz de González que me llamaba desde el interior de un bar.

Nos saludamos con un abrazo; parecía contento de verme. Me pi­dió que me sentara y, después de contarme trivialidades y de pre­gun­tarme que quería tomar, señaló a uno de los tipos que ocu­paban la mesa del fondo del local.
–¿Te acordás cómo me contabas que te vengarías?

Aunque el hombre ya andaba cerca de los sesenta años, González es­taba seguro de que era uno de sus torturadores. Además, había he­cho una pequeña investigación y, durante casi una semana, había armado un cronograma de su ru­tina. El tipo rengueaba, tenía una bala alo­jada en una rodilla y mantenía una disciplina policial: cada tarde, a las siete en punto, cruzaba lentamente la calle y se encontraba en el bar, para tomar un vermut y jugar a las cartas, con otros retirados de la fuerza.

Al día siguiente salió el sol y pude ir a la playa. A las siete de la tarde, de vuelta en el hotel, giraba las canillas de la ducha cuando es­cu­ché, sin una frenada premonitoria, el ruido seco de un golpe y un grito de mujer. Lo primero que vi al asomarme por la ventana fue el te­cho del Peugeot de González, que había quedado con una de sus ruedas delan­teras encima de la vereda. Durante el tiempo que yo había tardado en cruzar la ha­bita­ción, desnudo y mojado, ya se habían juntado unos diez curio­sos en la esquina, y al­gunos más se aso­maban por la puerta del bar.

5 comentarios:

Molina dijo...

Sí, González ya fue publicado en el Remisero Absoluto, pero en UF estaba mal linkeado. Además, ando con poco tiempo para el blog y no quiero postear cualquier cosa.

Anónimo dijo...

...copiado maestro... no se justifique... deje pensar a la gilada...

Anónimo dijo...

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