4 de septiembre de 2006

Parte de un sueño (post-parto II)

Entre "pre-parto III" y "post-parto" debería haber un post titulado "pre-parto IV", que escribí en word pero no pude subir a blogger. Copio las primeras líneas:

Nos fuimos dos y volvimos dos. Mientras yo esperaba en el hall, el médico le dijo a Melina que había dilatación pero no la suficiente como para dejarla internada . . .

Escribí ese post el jueves a la noche, durante el entre tiempo de la victoria de Olimpo. Después del partido me fui a la cama, miré un poco más de televisión y, pensando en el básquet, puse el despertador para las siete y veintiocho, dos minutos antes del salto inicial.

Alrededor de la una, todavía despierto aunque con los ojos cerrados, sentí que Melina me tocaba un hombro para avisarme que tenía contracciones, y en la media hora siguiente, tal como nos habían enseñado en el curso, fui tomando nota de la frecuencia en que se sucedían.

Cerca de las dos, con el bolso a cuestas y la bolsa ya rota, esperábamos en la vereda que mi mamá, que vive a una cuadra, nos pasase a buscar. Al ver a Melina doblada por el dolor en medio de una contracción, el custodio del edificio, un pibe de unos veinticinco años, despidió a los trasnochados con los que hablaba, me preguntó si necesitábamos un taxi, y después, nervioso como si él fuera el parturiento, nos saludó mientras nos alejábamos en el auto.

Arévalo, Nicaragua, Juan B. Justo, Paraguay, Riobamba, Perón, pasando semáforos en rojo, y antes de las dos y media estábamos esperando al médico de guardia. Melina tenía, cada cinco minutos, dolores cada vez más fuertes. Después de que le hicieran el tacto nos dieron el número de la habitación, y entre la enfermera y yo la ayudamos a subir, caminar por el pasillo y acostarse en la cama.

La primera etapa del trabajo duró algo más de una hora. Después vino la partera, y, en la misma habitación, la incentivó a hacer los primeros pujos. Esa, sin que lo supiéramos en el momento, fue la parte más complicada y dolorosa. Yo no quise mirar mucho, pero por el costado de un ojo me pareció ver que el bebé ya pretendía asomar su cabeza.
–Ahora quedate tranquila, lo peor ya lo hiciste –dijo la partera, antes de retirarse de la habitación para juntarse con el obstetra de guardia.

La enfermera me pidió que la ayudara a empujar la camilla hasta el ascensor grande, y que subiera al tercer piso por el otro. Yo corrí por el pasillo y toqué varias veces el botón, pero no vi que las poleas se movieran. Después de esperar un tiempo (no sé si veinte segundos o diez minutos), busqué una escalera y empecé a subir, sin saber que era la escalera del personal y que desembocaba en el cuarto piso. Busqué con la mirada la leyenda "sala de partos", pero enseguida me di cuenta de dónde estaba. Entonces llamé al ascensor, que ahí sí funcionaba, y bajé hasta el tercero.

Una enfermera vieja, golpeando el vidrio esmerilado de una puerta, me retó ("pensamos que se había fugado, señor"), me pidió que me pusiera la ropa de médico y me indicó en cuál sala meterme.

–Que hacés con ese gorro de carnicero –se sonrió Melina, que ya estaba acostada y en posición de parir. Alguien me dijo que me ubicara en la cabecera. El médico estaba del otro lado, sentado muy tranquilo y examinando la zona que yo, en los minutos posteriores, girando la cabeza hacia el instrumental y las paredes blancas, hice lo posible por no mirar.

Enseguida vinieron los pujos. A una queja de Melina le seguían palabras de aliento de la partera y del médico. Yo, callado y sosteniendo su cabeza por la nuca en cada contracción, pensé que ese parto no tenía mucho que ver con los que había visto en documentales.

La partera, subida a un taburete, apoyaba casi todo su peso sobre la panza empujando al bebé hacia la luz. En un momento me preguntó "¿cómo está el papi?", y al minuto siguiente dijo en voz más alta "miren cómo es su hijo, miren cómo sale". Entonces le hicimos caso, y no pude creer lo que vi. El bebé del que tanto hablábamos existía, no era ficción, pensé, y ahora salía de la panza mojado, a los gritos y con un color indefinible.

En medio de la impresión y de la emoción me pareció escuchar que alguien gritaba "cuatro y cincuenta y uno", pero en mi reloj eran las cinco menos cuarto. Ahí fue cuando la ayudante de la partera me preguntó cómo se llamaba, yo respondí con un hilo de voz, y ella anotó Faustín en una planilla.

Al bebé lo dejaron unos segundos sobre el pecho de la mamá. Después lo llevaron a un cuarto muy calefaccionado en donde lo lavaron y lo vistieron, y al rato me invitaron a alzarlo. Yo lo acuné con cuidado, caminé hasta donde estaba Melina con miedo de tropezarme, y durante unos segundos, cuando sentí que él abría los ojos y fijaba su mirada en la mía, me quedé con la mente totalmente en blanco.

Un rato más tarde, solo en la habitación, me senté en el sillón y creo –no estoy seguro– que se me escaparon algunas lágrimas. Después, mientras esperábamos a que trajeran a Fausto de la nursery, la enfermera me dio un par de instrucciones y le aconsejó a Melina tomar mucho líquido.

Antes del amanecer salí a la calle y sentí el contraste entre la blancura y el ascetismo de la sala de partos y la oscuridad y la suciedad de esa cuadra de Once. "La primera vez que salgo a la calle como papá", me dije, y caminé hasta la esquina pensando en que recordaría ese momento durante el resto de mi vida. Un Gatorade y un agua mineral, pedí a través de unas rejas mientras imaginaba un diálogo imposible con el kioskero.

Al volver al sanatorio le pedí al recepcionista un control remoto para sintonizar alguno de los canales que transmitirían el partido. Cuando llegué a la habitación, Melina intentaba darle de comer al bebé. Después, entre los llantos y los controles de la neonatóloga, los minutos pasaron muy rápido.

Si el tiro del final de Nocioni hubiera entrado, narraría acá los hechos que se fueron sucediendo hasta el mediodía. El relato abarcaría el partido que vi, por momentos, con mi hijo en brazos, y las excusas que encontré para salir, más tarde, a postear a un locutorio. Pero como la pelota pegó en el cilindro, esta pequeña crónica –que espero que algún día Fausto, que ahora empieza a quejarse mientras la escribo, lea con gusto– termina a las siete y veintiocho del viernes, hora en que hubiera sonado el despertador en mi mesa de luz y todo lo que conté podría haber sido parte de un sueño.

5 comentarios:

paula p dijo...

:)

Josie Janeway dijo...

que hermoso!!!!!!!!!
Que emocion!!!!!!!!!!!
que hermoso nombre que le pusieron al bebe!!!

Los felicito, se me llenaron los ojos de lágrimas con el relato.
Alguna vez yo también seré mamá, y sabré lo ques se siente.

un beso para faustín (Fausto es ge-nial)

Cosima dijo...

Emocionante. Felicidades en el primer año. No tengo ni idea cómo llegué aquí.

Unknown dijo...
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Unknown dijo...
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