10 de agosto de 2007

"Una unidad funcional"

(Publicado en la revista No-retornable)

Los estantes vacíos (Entropía, 2006)
de Ignacio Molina

por Sol Echevarría

Los estantes vacíos es un libro compuesto por quince relatos que funcionan como quince piezas de un rompecabezas. Si bien la tapa anticipa que es una compilación de cuentos, lo cierto es que existe una marcada continuidad entre ellos. El cruce de personajes, de historias y de lugares es tal que hasta podría pensarse que se trata de una novela. Cada cuento está compuesto por diferentes fragmentos y, a la vez, cada cuento es un fragmento del libro, como si todo fuera una unidad funcional. Una unidad, por supuesto, despedazada e incompleta, que se puede leer de atrás para adelante o saltando en forma desordenada.

El cruce entre un cuento y otro está dado por los vínculos que se generan entre los personajes a causa de su deambular por la ciudad. A menudo sus vidas apenas se rozan por un instante y luego prosiguen cada una por su camino. El azar cotidiano influye en estos pequeños intercambios que hacen que la mirada del narrador zigzaguee entre distintas historias. Así, sigue los pasos de un chico que va a comprar algo al kiosco y, zás! luego vemos al chico alejarse a través de los ojos del kiosquero, quien se convierte inmediatamente en el foco del relato. En este vaivén narrativo predomina un interés fugaz y algo caprichoso gracias al cual el relato diverge constantemente.

Este desplazamiento de perspectivas produce una visión panorámica fragmentada. Una vuelta al día en ochenta mundos donde cada personaje tiene una óptica determinada y una historia particular, aunque ésta permanezca apenas esbozada. El resultado es un rompecabezas imposible, ya que nunca se puede reponer la totalidad de las historias que se narran. Hay elipsis, piezas sueltas y repeticiones. Queda una mirada desecha, similar a la que se obtiene al observar a través de un calidoscopio.

Se produce un texto espiralado en donde las historias se entrecruzan. Los nombres de los personajes ya leídos resuenan en cada cuento como un eco, a veces difícil de restablecer. Vuelven a la memoria como un chispazo, como una resonancia de algo olvidado. La errancia de los personajes es la que estructura el relato. Estos nuevos flaneurs del segundo milenio recorren la geografía concreta y bien delimitada de Buenos Aires, sobre una calle o avenida en particular. Ese hincapié en el detalle cartográfico pareciera trazar una flecha que apunta a la realidad como su blanco principal.

Los personajes son, casi todos, veinteañeros que se hunden en siestas desordenadas, conversaciones triviales y se dedican a dar vueltas por la ciudad. Por momentos parecieran incluso no decidir sobre su destino. Hay cierta inercia en la manera que tienen de desplazarse por el mundo. Se entregan al azar como si fueran pequeños autómatas. Duermen, comen, conversan, deambulan y vuelven a sus casas. Están enmarcados en una cotidianidad de quehaceres domésticos y de acciones banales, apenas atravesada por conflictos que se disparan tanto a causa de la mirada de un mozo como por una tortuga encontrada en la calle.

(...)

(La reseña completa, clickeando acá)

2 comentarios:

Martín dijo...

Lo que no es raro es que me estén entrando demasiadas ganas de pispear los Estantes vacíos. Pero también se que una vez que lo lea, tendré que tirar por la borda cualquier proyecto de tipear algo con aires a lo Magnolia o Vidas Cruzadas (hago la unión en la cabeza, no se cuan acertada es) Abrazo grande Molina. Ando paseando mucho por aquí. Ah, copado muy ver los peces descartables aquí al lado!!!

Anónimo dijo...

Pispeá nomás, Martín, que no creo que tengas que tirar nada por la borda. Un abrazo.