11 de junio de 2008

Recursos Humanos

Despliego la cuenta del teléfono frente a la ventanilla del Pago Fácil, pero el policía parado junto a la puerta del kiosco me frena con señas.
–Tenés un retraso de diez o quince minutos –me dice.
“No, de ocho o nueve años”, estoy a punto de responderle, pero enseguida me doy cuenta de lo que habla: en segunda fila estacionó un camión de caudales, y los empleados de la empresa se disponen a llevarse la recaudación del negocio.

Una vez, hace siete u ocho años, yo trabajé en esa empresa. Las oficinas centrales quedaban en una zona oscura y elevada de La Boca, a pocas cuadras del Riachuelo. Mi tarea consistía en contar la plata que los camiones traían de los comercios y de los Bancos. Encerrados en cabinas individuales de dos por dos y paredes transparentes, los empleados recibían los fajos de billetes y las monedas en grandes sacos y consignaban las cifras que arrojaban las cuentas en una computadora. No podían hablar entre ellos, y, para alejar las manos de la mesa de trabajo, debían mirar a la cámara que colgaba del techo de la cabina y avisar en voz alta, por ejemplo, “voy a toser” o “me voy a rascar un tobillo”. Las seis jornadas semanales eran de nueve horas diarias, de diez de la noche a seis de la manaña, y el sueldo era de 450 pesos.
-Claro que con el presentismo aumenta a 475 –nos había dicho sonriendo la encargada de Recursos Humanos, una rubia de unos veinticinco años, a los empleados que empezaban a trabajar la misma noche que yo, una mujer mayor de cuarenta y un hombre de alrededor de cincuenta.

Cuando escribo que una vez trabajé en ese lugar, es literal: esa primera madrugada, mientras empezaba a dolerme la cabeza y desde el 64 que me devolvería a Belgrano miraba los fondos de la Casa Rosada, pensé que ese trabajo no era para mí. O, mejor dicho, que ese trabajo no era para nadie pero que yo podía darme el lujo de renunciar. Al llegar a mi casa, y aunque no tenía hambre, rompí el ayuno y diluí tres aspirinas en un café con leche. Después vomité, bajé las persianas y esperé a que se hicieran las diez para llamar a la encargada de Recursos Humanos.
–A ese centro clandestino de trabajo no voy más –le informé intentando sonreír, y ella me dijo que esa misma tarde podría pasar a buscar la plata que me correspondía por las nueve horas de servicios prestados. Yo le agradecí y me quedé a oscuras, en la cama, hasta el anochecer. Creo que ese día empezaron mis migrañas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

re-post

Mariano Cúparo Ortiz dijo...

Estoy segurísimo de que ya lo posteaste en algún momento y de que yo comenté en ese post.

De cualquier manera: es el laburo más enfermo del que tuve noticias en toda mi vida.

Cassandra Cross dijo...

Increíble que existan trabajos donde a más responsabilidad en el manejo del dinero menor paga...
Después se extrañan de los robos y las agachadas varias.

Insalubrísimo trabajo, la verdad que fue una buena decisión dejarlo :-P