4 de noviembre de 2008

Apuntes de ayer

Creo que todos los años se adelanta y se atrasa la hora. Sin embargo, no recuerdo ningún revuelo como el de ahora. En la plaza, un tipo que hamaca a su hijo le dice a otro tipo sentado en un banco: "mirá, ahora serían las siete, qué loco no...". El hijo del tipo se llama Fidel. El único Fidel que conozco nacido después de 1959 es Fidel Nadal. El otro, más viejo, es Fidel Pintos. Me doy vuelta para ver si hay alguna posibilidad de que el tipo haya bautizado a su hijo con ese nombre en homenaje a Castro. Parecería que no, pero nunca se sabe.
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A la placita le traje a Fausto un balde y una pelota. Yo me traje un cuaderno y una birome para anotar estas cosas. En realidad el plan era tomar notas para la novela. Pero hay días en que estoy menos inspirado que en otros. Aunque no sé si corresponde hablar de inspiración en este caso. Más bien hay que hablar de fuerza, de voluntad, de poder de concentración.
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Fausto no le da pelota a la pelota. Unos pibes se la piden prestada y se ponen a jugar. A uno, sus amigos le dicen Chinito. Me fijo si tiene los ojos rasgados. No. Tampoco tiene la piel amarilla. Tendrá unos nueve años. Otro de los pibes tiene puesta una camiseta de Boca y un pantaloncito de River. Me hace acordar al ex dt de Las Leonas, el flaco que no me acuerdo cómo se llama y que se emocionaba por todo. Era tan bueno que juraba que era hinca de River y de Boca al mismo tiempo. Hincha fanático de los dos, decía.
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Al celular todavía no le cambié la hora. Siempre que lo miro tengo que hacer el cálculo. Durante un segundo no sé si debo sumarle o restarle una hora al número que veo en la pantallita. Hoy me tenía que despertar a las siete y veinte, y por hacer mal el cálculo casi termino despertándome tarde.
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Uno de los pibes cuelga la pelota. En realidad no la cuelga: la patea sin querer por sobre la reja que rodea la placita. Lo primero que hace es mirarme como con pánico a que lo rete. Y ahora sale corriendo hacia la calle. Estoy a punto de gritarle que tenga cuidado, como si fuera el padre; tengo miedo de que lo pise un auto. En tal caso, no podría sacarme la culpa por haber llevado una pelota a sabiendas de que a mi hijo todavía no le gusta patearla. Una vez, en esta esquina, chocó el taxi en el que iba al colegio. Hace, digamos, catorce años. Me había tomado un tacho porque, creo, tenía veinticuatro faltas y media y se me había hecho tarde. En esa época, un taxi desde acá hasta las Barrancas de Belgrano salía unos cinco pesos. ¿Ahora cuánto saldrá? Quince o veinte por abajo de las patas, calculo. Más allá de una ligera conmoción, en el accidente no sufrí más que una lastimadura chiquita por el estallido de la ventanilla. Lo que no recuerdo es que cómo viaje al colegio después.
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Mi hijo le rompe a otro nene el vasito de papel (creo que se les llama así a los vasitos de cumpleaños, ¿no? Pero nunca entendí por qué. Ese material, estoy casi seguro, no es papel) en el que tomaba Coca Cola. El otro día, en la vereda, le afanó un helado de agua a un nene, casi bebé, que lo iba tomando en su cochecito. La mamá se enojó. Acá, en la placita, la familia del nene mira la escena desde lejos. Son tres mujeres y dos hombres. Están sentados más allá. Toman mate y comen algo. Antes me pareció que comían facturas, pero ahora me doy cuenta de que comen empanadas. A no ser que hayan juntado la merienda y la cena sin solución de continuidad.
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El padre de Fidel le cuenta a su amigo que todo esto antes era una villa miseria. En el 78 los milicos volaron todo a la mierda, pasaron la topadora, le dice. Toda esta zona y todo lo que ves para allá era villa. El otro le dice que ya sabía, que hace cuatro o cinco años venía caminando para acá y la persona con la que iba tenía un poco de miedo. Se acordaba de la villa, le dice, todavía le daba cagazo andar por acá.
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Me empieza a dar hambre. Estaba seguro de que en el bolsito tenía uno de esos turrones de cuarenta centavos. Desde que no puedo comer chocolates, esa es una de las compras de kiosco más interesantes que hago. Ya casi lo estaba saboreando, pero enseguida me di cuenta de que no tenía nada. Desilusión profunda. Momentánea pero profunda. No puedo recordar cuándo lo comí. Cada vez que pasa un 39 o un camión del Ceamse, Fausto se saca loco: va corriendo hacia las rejas y lo saluda con las dos manos. También hace sonidos guturales, proyectos de palabras entendidas sólo por él.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Sobre Conesa hay un puestero de choripanes: prepara una bondiola fabulosa.

Molina dijo...

sí, pero te la regalo comèrtela ahì: entre el olor del ceamse y el dejado por los tacheros que frenan a mear en esa parte de la cuadra, te puede caer un poco mal.

Còmo sabés qué plaza es?
vos vivís por ahí?

Anónimo dijo...

Un día fui a hacer una nota por ahí y mientras demoraba la vuelta me encontré con eso: la bondiola me cayó bárbaro, pero ahora que lo pienso todo este panorama optimista debe ser porque hacía cualquier cosa con tal de evitar la angustia de tener que volver a la redacción.