29 de noviembre de 2008

Pienso un poco en mi casa. No, nunca tuve una casa.
Pienso un poco en mis hijos. Mis hijos son mi casa
como estas estrellas son la casa
de mis ojos.

Desierta está la Plaza Batallón 40.
Su comandante es este hermoso árbol
que susurra
con los brazos abiertos,
y en la cabeza alta, en las banderas
y en los brazos abiertos
del comandante que perdió su sueño
susurra el aire suave,
el más suave de toda Sudamérica.

Nombre de cuartel tiene la plaza,
pero no es necesario
pasar por una guardia
para sentarse un rato en este banco,
no hay policía militar que pida
los papeles,
la dirección del alma.

Respira a pocos metros
el comandante positivo
y en su pecho susurra el aire suave,
el más suave de toda Sudamérica,
este aire lavado y vuelto a lavar
de amanecer en amanecer,
desde que el país existe,
como un blanco ajustado uniforme
sobre el cuerpo sin sueño
del comandante abierto
como cruz, florecido.

Alguien, algún día,
me contará qué hizo
el Batallón 40
aunque a mí no me importe
saberlo,
aunque hoy me baste
con leer su nombre
pintado con pobreza en una esquina,
me baste con sentir
que el Batallón 40
descansa en esta plaza,
bajo este cielo bajo, muy bajo
y muy oscuro
entre estrella y estrella
que pesa sobre el alma como jaula
vacía de zoológico,
con la puerta entreabierta.

En mi bolsillo, junto a otras llaves,
guardo la llave de una casa
de Buenos Aires
donde mis hijos duermen,
donde también va a amanecer
dentro de poco.
Allá todo era simple.
Se me caía el anillo
de casado del dedo,
salía a la terraza
miraba amanecer.

No sé qué hizo el Batallón 40,
ni me importa saberlo.
Pero junto a este árbol,
bajo este cielo
que perdió a su tigre,
miro con sueño las estrellas,
siento la suave brisa como el alma
de muchos hombres pobres
y borrados
sobre la luz de un monte.

En mi bolsillo guardo la llave
de otros amaneceres tibios
pero sin sueño,
amaneceres para gritar
pero no, porque mis hijos duermen.
Aquí descanso, en el Batallón 40.

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