21 de febrero de 2009
Paso el sábado con mi hijo. Va a estar conmigo hasta mañana a la tarde. Cuando se despierte de la siesta y tome la merienda vamos a ir a pasear. Por suerte no hace mucho calor. Podemos ir un rato al festival de música y libros que hay en el mercadito de Bonpland, o a la placita del barrio, o a la plaza más grande para que baile con la murga, o acá abajo, al patio del edificio para que juegue con sus vecinos amigos. No hay ninguno de su edad; todos tiene más de tres años. A veces, cuando bajamos con su moto-cuatriciclo, algunos lo saludan desde los balcones internos. Faustooo, le gritan, y él responde gritando en su idioma de onomatopeyas y levantando los brazos. Ayer a la tarde también bajamos con la pelota de básquet. Verlo tratando de picarla es como... eso, como verlo tratando de picarla. Nada más ni nada menos. Para esta noche ya nos compré una pizza congelada marca Fausto. Podría haber pedido una por teléfono, pero en el super me dejé llevar por la oferta, por la idea de ya tener el tema más o menos resuelto, e inconscientemente -lo pienso ahora- por el nombre escrito en la caja de cartón. Después de comer lo voy a meter en la bañadera llena de agua tibia y voy a dejar que juegue un rato ahí, que nade de una punta a la otra con la misma alegría que si estuviera en el mar. Más tarde se va a meter en mi cama, me va a pedir una sola vez el chupete que ya no usa, y se va a quedar dormido abrazado a mi cuello.
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