Al mediodía, encuentro con Cecilia S. en un bar de Palermo Viejo para conocernos y comentar detalles de la futura antología. Nos sentamos en la vereda. Yo no pido nada para comer ni para tomar, no porque sepa que en este lugar las mozas cobran al voleo sino porque estoy un poco engripado, por primera vez en el año pude dormir hasta las doce y desayuné hace menos de una hora. Ella siente olor a marihuana y se da vuelta para ver quién está fumando. Yo estoy demasiado resfriado como para oler cualquier cosa y sólo veo a una chica tomando café con leche en la mesa de al lado. En la esquina me cruzo con una niñera paseando a dos bebés mellizos en cochecitos y a una chica de mi edad paseando a más de diez perros. Hace frío, me envuelvo el cuello con la bufanda, piso una baldosa floja y pienso que este barrio está construido para existir en invierno. Pienso en las personas que veo, en los que pasan en auto y en los que debe haber dentro de sus casas; todos hacen algo, o dejan que alguien haga algo por ellos, para poder seguir haciendo lo que hacen. Por algún motivo –supongo que por complejo de inferioridad–, nunca dejan de asombrarme los modos que tiene la gente de ganarse la vida.
El pasado viernes a la noche, o sábado a la madrugada, entrevista a los pibes del Quinteto en la frecuencia modulada de la radio estatal. En Corrientes y Pueyrredón, frente al edificio de los setenta balcones y ninguna flor, esperamos a algún colectivo mientras se me congela la nariz, como si tuviéramos cincuenta años menos entre todos y saliéramos a bailar. Alguien nos insulta desde un auto. En el estudio todo sale bastante desprolijo, la operadora nos reta por tocar los micrófonos. Después dicen que me tomo las cosas demasiado en serio, pero si digo que soy casi el único que publicó un solo libro alguno cree que, "como siempre", lo digo para diferenciarme. En otro momento rompo la veda electoral: "no queremos que esté bueno Buenos Aires", pero no logro influir en los resultados del domingo. Esa mañana, bien temprano, camino con Fausto las cinco cuadras hasta la escuela. Decido llevarlo a upa, un poco para no armar el cochecito, otro poco para protegerlo del frío y otro poco para que en la cola me dejen pasar. Me parece que la presidenta de mesa, antes de pedirme el documento, mira hacia los pies del bebé. Yo pienso que se le debe haber salido un zapato, pero en el cuarto oscuro, mientras hago malabares con el sobre, me doy cuenta de que ella me estuvo mirando el cierre bajo del pantalón.
¿Qué es una literatura robusta? ¿Y una literatura que se mueve en los límites? No sé, creo que nunca entiendo del todo bien ese tipo de definiciones, pero la verdad es que no me disgusta escucharlas. En la manzana de enfrente están construyendo un edificio de departamentos. Empezaron hace pocos meses y ya van por el cuarto piso. Desde temprano, de lunes a sábados, se puede ver a los albañiles por la ventana. Me hubiera gustado sacar una foto por semana desde el primer día, para ir registrando el avance de la obra, pero no tenemos cámara. Eso es moverse en los límites, pienso, trabajar a la intemperie, en el borde de la cornisa, a las siete de la mañana de un día lluvioso. Ayer, en la fiambrería del supermercado chino, uno de ellos intentaba explicarle a otro las promociones futboleras de esta altura del año. No es tan difícil, le decía, juegan los casi últimos de Primera contra los casi primeros de la B para ver cuál va a jugar la próxima temporada en la A. Con los cascos entre las manos, eligieron dos bolsas grandes de pan y pidieron quinientos gramos de paleta y quinientos de queso. Un minuto después, en la fila de cajas, los tres tuvimos que esperar a que el dueño dejara de recibir los insultos de una clienta por un error en el vuelto.
Alguien me reta por mail: me dice que el blog ya no es como antes, que a partir de "determinado momento empezó a ser menos divertido" y me pregunta qué está pasando. Yo le respondo que acepto y agradezco las críticas pero que no pasa nada en especial. "El tiempo va cambiando todo", le escribo, sin saber del todo bien lo que pretendo decir con eso. El viernes pasado Unidad Funcional cumplió dos años, el sábado se cumplió un año de la presentación de mi libro, y el domingo festejé mi primer día del padre. Había planeado hacer un post refiriéndome a alguna o a todas de esas cosas, pero no tuve demasiado tiempo ni entusiasmo. Esos, además del económico, son los factores que hay que ir aprendiendo a administrar. Creo que nunca va a dejarme de parecer raro pensar en mí como padre. La paternidad es una de las cosas más comunes del mundo, pero, al mismo tiempo, la más extraña de todas. El domingo me regalaron un pantalón y un pulóver con cierre. Espero que nunca me regalen afeitadoras ni medias ni corbatas. Ahora, en el corralito, el bebé deja de ahorcar a Mickey y se queda mirando la ropa tendida en el balcón. En un rato, cuando escuche ruidos de llaves en la puerta, va a pedirme con gritos que lo saque de ahí.
“Con algunos escritores argentinos siento que hay algo generacional que va más allá de la camaradería o los manifiestos comunes –sugiere Mairal–, y que tiene que ver quizá con el uso de nuevas tecnologías como los blogs, cierta libertad expresiva o falta de solemnidad, la diversidad de estilos y temas, la capacidad para cruzar lo bajo con lo culto, lo prestigioso con lo adulterado, la capacidad de exageración, de juego, de goce, de evocación.”
Marcelo Luján es un escritor argentino radicado en España desde el 2001. Allá se da el lujo de vivir de la literatura y de actividades laterales: trabaja como periodista, publicó varios libros, ganó muchos premios (el último, el XLIX Premio Kutxa Ciudad de San Sebastián, por el cuento largo "El desvío") y coordina talleres de escritura. Tiene un blog y una página web en donde se pueden conocer, además de sus posts, algunos de sus textos de ficción. Hace pocos meses leyó Los estantes vacíos y me mandó estas fotos sacadas frente a la madrileña Puerta de Alcalá:
Anoche (antes o después de hablar sobre los nuevos políticos y los viejos escritores de derecha), cuando me dijeron el nombre de ese pibe, yo conté una casi anécdota: "la otra vez subí al subte, me senté y me puse a hojear mi libro para tratar de elegir qué iba a leer en público esa noche. Pero cuando levanté la cabeza y vi a este flaco mirándome fijo, me dio vergüenza que me viera leyendo mi libro y tuve que guardarlo y no pude elegir hasta mucho más tarde…"
Durante los puntos suspensivos un amigo se me quedó mirando, como esperando algún remate ingenioso, y aunque no escuché lo que dijo, pude darme cuenta de que pretendió hacerme quedar en ridículo.
Bueno, loco, no todos los comentarios tienen que ser geniales, brillantes y divertidos, no siempre tenemos que ser como personajes de novelas inteligentes, pensé en decirle, pero justo en ese momento llegaban los chorizos. Además, pienso ahora, sobre casi anécdotas y puntos suspensivos está construida la parte del mundo que vale la pena.