29 de junio de 2009
24 de junio de 2009
23 de junio de 2009
Una noche, a las tres de la madrugada, tras una pelea con su mujer, salió a caminar y subió a un colectivo que pasaba. Ni se fijó cuál era. Viajó solo en un asiento del fondo.
A la media hora bajó en un barrio de casas bajas, lindo pese a que estaba desierto y oscuro. Pasó por la estación vacía; era Devoto.
Planeó caminar hasta el amanecer. Dio vueltas. Se dio cuenta de que no tenía monedas para volver. Hasta que en una esquina vio a alguien conocido bajar de un auto.
Ese tipo también iba solo. Ya de espaldas le había resultado familiar. Cuando se dio vuelta tuvo el impulso de saludarlo. El otro le respondió el saludo, sin inquietarse; era Maradona.
Volvió a su casa a las seis, con la ventanilla del bondi abierta.
.
A la media hora bajó en un barrio de casas bajas, lindo pese a que estaba desierto y oscuro. Pasó por la estación vacía; era Devoto.
Planeó caminar hasta el amanecer. Dio vueltas. Se dio cuenta de que no tenía monedas para volver. Hasta que en una esquina vio a alguien conocido bajar de un auto.
Ese tipo también iba solo. Ya de espaldas le había resultado familiar. Cuando se dio vuelta tuvo el impulso de saludarlo. El otro le respondió el saludo, sin inquietarse; era Maradona.
Volvió a su casa a las seis, con la ventanilla del bondi abierta.
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22 de junio de 2009
17 de junio de 2009
16 de junio de 2009
9 de junio de 2009
Pequeño Manual del Lenguaje de Bahía Blanca
(...)
12- En Bahía llamamos "fútbol" a las pelotas ("este fútbol está re desinflado"), tanto de ese deporte como de otros. Por lo que es común escuchar frases del tipo: "traete el fútbol de básquet que hacemos un dos piques..."
(...)
12- En Bahía llamamos "fútbol" a las pelotas ("este fútbol está re desinflado"), tanto de ese deporte como de otros. Por lo que es común escuchar frases del tipo: "traete el fútbol de básquet que hacemos un dos piques..."
(...)
5 de junio de 2009
"Porque en realidad, eso es lo que cansa: tomarse demasiado en serio"
"(...) sólo desde esa soledad que está en nuestra naturaleza podemos empezar a apropiarnos de alguna parte, ínfima, irrisoria, del mundo. La soledad nos vuelve honestos, no hay a quién engañar, porque incluso cuando uno se engaña a sí mismo necesita de los otros para que el engaño funcione... La soledad está devaluada, me parece, porque es peligrosa para los intereses utilitaristas que rigen nuestra sociedad. Uno nunca sabe adónde la soledad puede llevarlo. El problema no es la soledad, sino lo que cada uno hace con ella (...)"
4 de junio de 2009
(...) La pasé bien esa noche, en la terraza, que estábamos en ronda, y ustedes hablaban de las reuniones de jardín y de cómo muchos padres -no todos, pero sí muchos- tendían a pensar que sus hijos eran unos genios. Los vi amigos, además de compañeros y escritores, y eso me reconfortó. Me reí con esas escenas y esos diálogos. Abajo se cocinaba algo importante. Pero durante un largo rato nos mantuvimos ahí, como olvidados. La cerveza fría en el porrón de vidrio. Una noche nada más, una noche era la idea, en la terraza, en el centro cultural (...)
3 de junio de 2009
El sistema (II)
***
Los días de semana, desde casi un mes atrás, tenía que compartir el baño con Juliana, la mucama de la señora Fuster, que dormía a pocos metros de mí, en una habitación construida en otra de las esquinas de la terraza. Pero como teníamos sistemas diferentes, a la mañana casi nunca nos cruzábamos. Cuando yo me despertaba o volvía de tomar el desayuno en el bar de la esquina, ella ya había salido para los otros lugares en que trabajaba.
Algunas noches, cuando terminaba de cenar en la cocina, de lavar los platos y de llenar un termo con agua caliente, Juliana subía y me golpeaba la puerta para invitarme a su habitación. Recostados en la cama, separados por un almohadón y un equipo de mate, seguíamos una telenovela en el aparato blanco y negro que ella había traído desde Burzaco.
El martes, después de una tormenta que duró toda la noche, las calles de Pacífico amanecieron inundadas. El colectivo que tomé para ir al trabajo casi se hunde debajo del puente. Cerré los ojos y quise pedir tres deseos, pero no pasó ningún tren. Al bajar frente a la biblioteca metí los pies en un charco. Tuve que escurrir las medias en el baño y poner las zapatillas al lado de una estufa.
Esa noche, durante el primer corte de un programa de preguntas y respuestas, vimos con Juliana un flash informativo sobre la inundación. El agua sucia llegaba hasta las luces de los semáforos y los coches flotaban a la deriva. Un hombre inflaba un bote, y una mujer, bastante enojada, decía que desde el año cincuenta nadie limpiaba el cauce del arroyo Maldonado.
En el siguiente bloque, cuando presentaron a una participante que vivía por Burzaco, Juliana empezó a hablarme de su familia. Su madre se llamaba Graciela y trabajaba como empleada doméstica desde muy joven. Carmen, su hermana mayor, era peluquera, había estado juntada dos veces y tenía tres hijos: Jonathan, Darío y Gisella. Su padre vivía con una familia paralela en González Catán, y Fernando, un hombre que fuera su novio durante mucho tiempo, había muerto dos años atrás en un accidente.
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Los días de semana, desde casi un mes atrás, tenía que compartir el baño con Juliana, la mucama de la señora Fuster, que dormía a pocos metros de mí, en una habitación construida en otra de las esquinas de la terraza. Pero como teníamos sistemas diferentes, a la mañana casi nunca nos cruzábamos. Cuando yo me despertaba o volvía de tomar el desayuno en el bar de la esquina, ella ya había salido para los otros lugares en que trabajaba.
Algunas noches, cuando terminaba de cenar en la cocina, de lavar los platos y de llenar un termo con agua caliente, Juliana subía y me golpeaba la puerta para invitarme a su habitación. Recostados en la cama, separados por un almohadón y un equipo de mate, seguíamos una telenovela en el aparato blanco y negro que ella había traído desde Burzaco.
El martes, después de una tormenta que duró toda la noche, las calles de Pacífico amanecieron inundadas. El colectivo que tomé para ir al trabajo casi se hunde debajo del puente. Cerré los ojos y quise pedir tres deseos, pero no pasó ningún tren. Al bajar frente a la biblioteca metí los pies en un charco. Tuve que escurrir las medias en el baño y poner las zapatillas al lado de una estufa.
Esa noche, durante el primer corte de un programa de preguntas y respuestas, vimos con Juliana un flash informativo sobre la inundación. El agua sucia llegaba hasta las luces de los semáforos y los coches flotaban a la deriva. Un hombre inflaba un bote, y una mujer, bastante enojada, decía que desde el año cincuenta nadie limpiaba el cauce del arroyo Maldonado.
En el siguiente bloque, cuando presentaron a una participante que vivía por Burzaco, Juliana empezó a hablarme de su familia. Su madre se llamaba Graciela y trabajaba como empleada doméstica desde muy joven. Carmen, su hermana mayor, era peluquera, había estado juntada dos veces y tenía tres hijos: Jonathan, Darío y Gisella. Su padre vivía con una familia paralela en González Catán, y Fernando, un hombre que fuera su novio durante mucho tiempo, había muerto dos años atrás en un accidente.
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2 de junio de 2009
El sistema
Todavía escuchaba los graves de la música y ya estaba arrepentido de no haber anotado el teléfono de Mariela. Ezequiel, el amigo suyo que vivía por mi barrio, manejaba con la mirada fija en la parte del asfalto iluminada por el coche.
–No me di cuenta de que había llovido –dije mirando el agua que corría pegada a los cordones, al tiempo que él prendía la radio y subía el volumen. Enseguida supe que no me había escuchado, y repetí las mismas palabras con el tono espontáneo de la primera vez.
Después de no oír una respuesta, y ya sin el peso de no haber intentado iniciar una conversación, me dediqué a mirar hacia afuera arriesgando cantidades: la de canciones que escucharía hasta bajarme, la de pesos que gastaba por mes en colectivo, la de días que faltaban para el próximo verano . . .
Justo cuando el locutor pisaba la introducción del quinto tema, Ezequiel frenó algunos metros antes de la camioneta que yo le había señalado. Giró la cabeza y me dijo que nos veríamos. Lo saludé con la mano deseándole suerte.
Desde algún tiempo atrás le alquilaba a una señora Fuster una pieza construida en la terraza de su departamento, el más alejado de la vereda en un PH antiguo de Palermo Viejo.
Prendí la estufa, me tiré sobre la cama deshecha. Con el frío que había juntado en el pasillo me quedé vestido hasta que el ambiente se calentó. Ya debajo de las sábanas, al masticar saliva, sentí que no me había lavado los dientes. Pero estaba tan cansado que preferí el gusto feo a la incomodidad de tener que buscar la llave del baño y caminar por la terraza, sin ropa y descalzo, a esa hora del amanecer.
Me dormí enseguida, menos por la mínima cantidad de alcohol que había tomado que por el calor de la estufa, y recién me desperté a las cinco de la tarde del domingo, un poco mareado pero sin dolor de cabeza.
Corrí las cortinas y miré por la ventana; no habían pasado más de doce horas pero ya era casi de noche otra vez. El cielo estaba cubierto de nubes y cada tres segundos, como anticipándose a la lluvia, goteaba una de las canillas de la pileta.
En el almacén de la otra cuadra compré una bolsa de pan, cincuenta gramos de paleta y cincuenta de queso. Volví a la pieza, puse agua para un café en el calentador. Me hice cuatro sándwiches sin mayonesa y los comí escuchando la radio.
Horas más tarde, casi de madrugada y obligándome a dormir, intenté calcular la cantidad máxima de cifras que tendría que combinar para deducir las cuatro últimas del teléfono de Mariela sabiendo las tres primeras.
***
–No me di cuenta de que había llovido –dije mirando el agua que corría pegada a los cordones, al tiempo que él prendía la radio y subía el volumen. Enseguida supe que no me había escuchado, y repetí las mismas palabras con el tono espontáneo de la primera vez.
Después de no oír una respuesta, y ya sin el peso de no haber intentado iniciar una conversación, me dediqué a mirar hacia afuera arriesgando cantidades: la de canciones que escucharía hasta bajarme, la de pesos que gastaba por mes en colectivo, la de días que faltaban para el próximo verano . . .
Justo cuando el locutor pisaba la introducción del quinto tema, Ezequiel frenó algunos metros antes de la camioneta que yo le había señalado. Giró la cabeza y me dijo que nos veríamos. Lo saludé con la mano deseándole suerte.
Desde algún tiempo atrás le alquilaba a una señora Fuster una pieza construida en la terraza de su departamento, el más alejado de la vereda en un PH antiguo de Palermo Viejo.
Prendí la estufa, me tiré sobre la cama deshecha. Con el frío que había juntado en el pasillo me quedé vestido hasta que el ambiente se calentó. Ya debajo de las sábanas, al masticar saliva, sentí que no me había lavado los dientes. Pero estaba tan cansado que preferí el gusto feo a la incomodidad de tener que buscar la llave del baño y caminar por la terraza, sin ropa y descalzo, a esa hora del amanecer.
Me dormí enseguida, menos por la mínima cantidad de alcohol que había tomado que por el calor de la estufa, y recién me desperté a las cinco de la tarde del domingo, un poco mareado pero sin dolor de cabeza.
Corrí las cortinas y miré por la ventana; no habían pasado más de doce horas pero ya era casi de noche otra vez. El cielo estaba cubierto de nubes y cada tres segundos, como anticipándose a la lluvia, goteaba una de las canillas de la pileta.
En el almacén de la otra cuadra compré una bolsa de pan, cincuenta gramos de paleta y cincuenta de queso. Volví a la pieza, puse agua para un café en el calentador. Me hice cuatro sándwiches sin mayonesa y los comí escuchando la radio.
Horas más tarde, casi de madrugada y obligándome a dormir, intenté calcular la cantidad máxima de cifras que tendría que combinar para deducir las cuatro últimas del teléfono de Mariela sabiendo las tres primeras.
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